Nuestra relación con el Espíritu Santo
Por la
forma que Jesús presenta al Espíritu Santo es evidente que sus seguidores se
suponía estuvieran relacionados con el Espíritu como un maestro, consejero y
consolador – como alguien quien los ayudara y guiara en su diario vivir como
cristianos.
En los
Hechos de los Apóstoles podemos ver que los seguidores de Cristo mantenían un
dialogo con el Espíritu, quien activamente los dirigía y los asistía en sus
actividades misioneras. Ellos conocían al Espíritu como un don (regalo) de
Jesús y del Padre. Sabían que podían contar con el Espíritu Santo para
ayudarlos y darles fuerzas y ellos sabían cómo llamar al Espíritu Santo para
obtener asistencia.
¿Podríamos
tener esperanza de tener esa misma experiencia?
Jesús
nos enseñó a relacionarnos con el Padre llamándolo “Abba” (papacito). Los
apóstoles y discípulos—Pedro, María y Marta, el “discípulo amado” y todos los demás—aprendieron a relacionarse con
Jesús con calidez y amistad, cada uno en su propio modo.
¿Cómo
podríamos imaginarnos la persona del Espíritu Santo en orden de relacionarnos
con el Espíritu con el mismo intenso amor e intimidad que podemos tener en
nuestra relación con Jesús y el Padre?
Recordémonos
del significado del término “paráclito”
“aquel que es llamado a estar a nuestro
lado” o sea compañero y amigo. Entonces recordemos lo que nos dice el Evangelio
de San Juan, que en cierto sentido el Espíritu Santo va a estar más cerca de
los apóstoles de lo que Jesús estaba—como maestro, consejero y testigo en sus
corazones.
En lo
básico de estas caracterizaciones, quisiera proponer una imagen personal del
Espíritu Santo que encierra todo lo que Él es y hace en nosotros: el Espíritu
Santo es “el amigo más cercano a nuestros
corazones.”
Es
concebido que la antes mencionada no sea una imagen bíblica pero es encontrada
en los Padres de la Iglesia. San Cirilo de Jerusalén enseñó “que el Espíritu viene con la ternura de un
verdadero amigo y protector que nos salva, nos sana, nos enseña, nos aconseja,
nos de fuerzas y nos consola.”
El
Catecismo de la Iglesia Católica describe el Espíritu Santo como “el Maestro de vida interior similar a
Cristo, un gentil amigo quien inspira, guía, nos corrige y fortalece esta vida”
(CIC # 1697).
Nuestro
amigo el Espíritu Santo está cerca de nuestros corazones en orden a establecer
esa flama y amor hacia Dios y con un celo ser testigos de nuestra fe. Él está
cerca de nosotros para convencernos de nuestro pecado para limpiar y purificar
nuestros corazones. Él es el amigo fortaleciéndonos con virtudes y dones por el
bien de los demás y el de la Iglesia.
Pero
más que nada, esta imagen del íntimo amigo de nuestros corazones nos recuerda
que el Espíritu Santo es alguien con quien podemos hablar y relacionarnos
íntimamente de una personal manera.
Esta
imagen no nos fuerza a ponerle una “cara”
al Espíritu Santo porque él un amigo que está dentro de nosotros. Sería
imposible al igual innecesario atentar de “pintarnos”
o imaginarnos a que o a quien el Espíritu de Dios se parece. Pero si puedo
decir que el Espíritu Santo es el gentil huésped de nuestras almas.
Podemos
simplemente hablar del Espíritu Santo como la persona divina que mora o habita
en nosotros, quien es “el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones” (cf. Rm. 5, 5).
De la
misma forma que llegamos al Padre y al Hijo en la oración también podemos (y
debemos) orar al Espíritu Santo.
El
Catecismo de la Iglesia Católica nos deja unas preguntas e interrogantes sobre
el Espíritu Santo: “cada vez que en la
oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia
preveniente, nos atrae al camino de la oración. Puesto que él nos enseña a orar
recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la
Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente
al comenzar y al terminar cualquier acción importante” (CIC # 2670).
Nuestra
conversación con el Espíritu Santo no necesita ser extensa o complicada. De la
misma forma que podemos usar oraciones ya compuestas que la Iglesia nos brinda
también podemos usar oraciones cortas o jaculatorias como “Ven Espíritu Divino”; “Espíritu
Santo guíame y dame sabiduría” o simplemente “Ayúdame Espíritu Santo.” Estas y otras jaculatorias similares son
oraciones que podemos realizar en cualquier momento en especial aquellos es
estemos más ocupados.
Cualquiera
que siempre haya tenido problemas con la formulación de oraciones puede
seguramente apreciar al Espíritu Santo, como San Pablo nos enseña; “Igualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda
de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu
intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones
conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos
está de acuerdo con la voluntad divina” (Rm. 8, 26 – 27).
Dios
habita en los corazones de los cristianos y el Espíritu Santo está allí, orando
con nosotros y por nosotros.
Jesús
le asegura a sus seguidores que no se quedaran solos, desolados o huérfanos. Llamado al lado de los seguidores de Jesús, el
Espíritu ha comenzado a ser nuestro maestro, abogado, consejero, y amigo.
Él es
una especie de un segundo “Emanuel”
(Dios con nosotros) pero aún más profundamente Dios dentro de nosotros. Como
San Pablo afirma que somos “templos del
Espíritu Santo” donde Dios reside y permanece (ver 1Cor. 3, 16; 6, 19).
Sin
embargo cada una de estas imágenes son limitadas. Los cristianos miserablemente domesticaríamos
al Espíritu Santo si solo pensamos de él como el divino amigo dentro de
nosotros.
No
podemos pensar de Jesús solo como nuestro hermano sin recordar que Él es
también el Señor Omnipotente del universo y el Juez del día final de vivos y
muertos. También debemos tener en cuenta que el Espíritu Santo es también el
Dios de poder majestuoso representado en lenguas de fuego y nubes de gloria.
Él es
“aliento” por el cual el universo fue creado. Él es tan incalculable y libre como el viento
(ver Jn. 3, 8) y a la vez que bendice y fortalece acusa al mundo de sus pecados
(ver Jn. 16, 8).
Fuera
de amor puro, igual que Jesús, el Espíritu Santo condesciende para llegar a
nuestro lado desde su celestialmente majestad y gloria; todavía este amigo
mantiene la omnipotencia y absolutamente Dios Santo cuya majestuosidad y poder
nosotros no podemos concebir.
El
milagro es, como el milagro de la encarnación del Hijo de Dios, que esta divina
persona es no distante ni impersonal. Él
ha sido enviado dentro del alma de cada cristiano para vivir y permanecer en el
templo, para ser el amigo íntimo de nuestros corazones—una fuente que refresca
y fortalece dentro de nosotros, el agua viva que fluye en nosotros y “llena nuestro poso” de la vida eterna.
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