Consulta & Respuesta:
¿Los dones de Dios son santificantes o la Gracia de Dios es Santificante? o ambas cosas y hagan un comentario…
Luis G.
Dalton, Georgia, USA
Respuesta:
Los dones del Espíritu Santo son hábitos (practicas o costumbres) sobrenaturales suscitados por Dios en alma para obtener y colaborar con facilidad a los impulsos y mociones del propio Espíritu Santo.
Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden natural. Los dones son incompatibles y opuestos al pecado mortal. El Espíritu Santo impulsa los dones directa e inmediatamente como causa motora y principal, a diferencia de las virtudes infusas o teologales (fe, esperanza y caridad) que son movidas o actuadas por el mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa moción de una gracia actual.
La Gracia actual es la ayuda temporal de Dios a un hombre, con el objeto de llevarlo a actuar de forma correcta en determinada situación. Tenemos la libertad de acogerla o rechazarla, como con todos los regalos de Dios.
Los dones del Espíritu Santo pertenecen también a lo que el Catecismo Romano llama "noble séquito" de la gracia santificante. Son regalos del Dios trino. La razón de que, a pesar de todo, se llaman dones del Espíritu Santo es que el Espíritu Santo mismo es el regalo del Padre y del Hijo al hombre que está en gracia, y tiene, por tanto, una relación especial con los dones aquí mentados.
Todo regalo es signo de amor. Al dar un regalo, el amor del donante se dirige a quien lo recibe, que al recibirlo acepta y acoge el amor de quien regala. El regalo sustituye a quien lo hace; en el regalo, uno se regala a sí mismo. Cuando el Padre y el Hijo regalan el Espíritu Santo, Dios trino mismo se regala al hombre que está en gracia.
Recordemos que el Espíritu Santo según lo definen los teólogos es el amor personal y personificado entre el Padre y el Hijo. Estos al enviar el Espíritu, regalan el amor personal que los une. El Espíritu Santo, a diferencia de los regalos humanos y terrenos, no es sólo signo y símbolo del amor, sino que es el amor mismo, el amor personificado. El Espíritu Santo es, por tanto, regalo del Padre y del Hijo al hombre que está en gracia, porque es el amor insuflado en el cristiano por el Padre y el Hijo. El regalo del Espíritu Santo se divide y específica, por así decirlo, en los siete dones.
No debemos entender este proceso al modo panteísta. (El panteísmo es una creencia o concepción del mundo y una doctrina filosófica según la cual el universo, la naturaleza y Dios son equivalentes. La palabra está compuesta del término griego “pan” que significa todo, y “theos” que significa Dios; así se forma una palabra que afirma: todo es Dios. El panteísmo es la creencia de que el mundo y Dios son lo mismo). El desarrollo del único don total en sus dones parciales debe entenderse como realización de un gran regalo en regalos individuales. Los siete dones son como rayos de un mismo sol.
Los siete dones del Espíritu Santo han sido explicados por los teólogos de muchas maneras. Según la opinión de Santo Tomás de Aquino y aceptado hoy por la mayoría de los teólogos, los dones del Espíritu Santo son hábitos que capacitan al hombre para seguir, rápida y fácilmente, las iluminaciones e inspiraciones divinas. Por su origen divino y por su carácter esencial condicionado por su origen, está el hombre siempre abierto a obedecer a Dios, pero este puede oponer resistencia a la acción divina.
Los dones del Espíritu Santo quebrantan esa resistencia a Dios fundada en el orgullo del hombre; causan tal afinidad con Dios y tal prontitud de corazón, que la acción de Dios deja de ser sentida como algo extraño y peligroso y empieza a sentirse como algo dichoso e íntimo, que la voluntad humana acepta con gusto y alegría. Los siete dones del Espíritu conceden una fina sensibilidad para lo divino, un fino oído para la voz de Dios y un sensible tacto para la mano divina que nos coge y quiere llevarnos.
Quien está pertrechado de los dones del Espíritu, es capaz de cumplir sin resistencia la acción divina. Su propia conducta orgullosa pasa a segundo término; es impulsado por el Espíritu Santo y no por su voluntad soberana y egoísta.
Santo Tomás dice que los siete dones crean en el hombre un estado en el que el Espíritu Santo nos mueve a hacer el bien, mientras que las virtudes infusas crean un estado en el que abramos bien por nosotros mismos. Esta distinción no debe interpretarse en el sentido de que los dones nos capacitan para una conducta puramente pasiva y las virtudes para una conducta puramente activa; toda conducta humana es a la vez activa y pasiva, porque en toda acción humana Dios obra como agente principal. La actividad humana es obrada por Dios; Dios obra en el mundo por medio de la actividad de los hombres.
Hay que hacer una clara distinción entre las virtudes y los dones. Las virtudes no ahorran al hombre ni la reflexión ni los esfuerzos que exige la decisión de aceptar la acción divina en la voluntad humana, mientras que los dones conceden al hombre facilidad y alegría para aceptar la influencia divina en el obrar humano, aunque el hombre se cargue así de sufrimientos y faenas. Ocurre, por ejemplo, que el hombre está en una situación difícil en que se le exigen dos deberes, al parecer opuestos; vacila y no se atreve a obrar ni a dar respuesta a la cuestión, busca una salida; entonces la inspiración del don de consejo le permite encontrar rápidamente la respuesta justa o la acción apropiada.
Los dones del Espíritu Santo, al prestar al hombre una elevada afinidad con Dios, le capacitan para someterse, rápida y voluntariamente, las iniciativas divinas, incluso en acciones difíciles y heroicas.
La fuerte acentuación de la actividad de Dios en toda acción humana no significa la aminoración de la actividad del hombre; la acción humana fundada en Dios, que es la acción personal y personificada, participa en la movilidad de la actividad divina y logra así una vida, que la criatura no puede tener de por sí.
Claro que esta actividad de Dios no debe confundirse con el ejercicio externo; existe también en la concentración trabajosa de todas las fuerzas, que ocurre en la intimidad y silencio, por ejemplo, en la contemplación mística. El cielo representa la suma actividad de Dios. Podemos decir que el máximum de actividad divina requiere un máximum de actividad humana.
Por lo que se refiere a la realidad y a la naturaleza de los siete dones, hay que decir que los Santos Padres están de acuerdo en admitir su existencia, discrepando, en cambio, sobre el número y naturaleza. La creencia de que son siete los dones, se origina de la mentalidad de la Edad Media. El afirmar que sean siete los dones del Espíritu se funda en Isaías 11, 2… en donde se habla de que sobre el Mesías futuro descansará el Espíritu: "Sobre el que reposará el espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de amor de Yahvé" (en la Biblia Vulgata que tradujo San Jerónimo, en el texto original falta el don de piedad).
Como Cristo posee todas las riquezas sobrenaturales del Espíritu en cuanto cabeza de la Humanidad –por tanto, no para sí, sino para nosotros-, y como el Espíritu Santo, que santifica la naturaleza humana de Cristo, santifica también al hombre justificado, puede suponerse que los dones del Espíritu concedidos a Cristo son también regalados por el Espíritu Santo al justo, tanto más cuanto que la Escritura atestigua que Cristo concederá la plenitud de la nueva vida a quienes crean en El (Ver Col. 2, 9-12).
La Iglesia canta también en la Liturgia su fe en los siete dones del Espíritu Santo para confirmar esto es muy conveniente leer los himnos Veni Sancte Spiritus (Ven Santo Espíritu) y Veni Creator Spiritus (Ven Espíritu Creador).
Los dones en particular se acostumbran a dividir los dones en dones del entendimiento y dones de la voluntad; eso no supone que los unos estén separados de los otros; tampoco lo están el entendimiento y la voluntad. Quien obra siempre es todo el hombre sobrenaturalmente transformado y unas veces predomina la razón iluminada por Dios y otras la voluntad inflamada por El. Siempre actúan todos los dones, pero el acento recae sobre alguno en concreto. Lo que distinguimos cuidadosamente en nuestros conceptos, para facilitar la comprensión y el estudio, está en la realidad unido. Los cuatro dones del entendimiento son: don de entendimiento, don de sabiduría, don de ciencia y don de consejo.
Entendemos por don de entendimiento la disposición creada por Dios e infundida en el hombre que está en gracia para oír, entender y captar, clara y profundamente, la Revelación sobrenatural. Da, pues, conocimiento del misterio de nuestra salvación (cfr. Ef. 1, 18; 3, 4). A él alude San Pablo en la segunda Epístola a los Corintios: "Si a pesar de eso permanece oscuro el Evangelio que proclamamos, la oscuridad es para los que se pierden. Se niegan a creer, porque el dios de este mundo los ha vuelto ciegos de entendimiento y no ven el resplandor del Evangelio glorioso de Cristo, que es imagen de Dios. No nos pregonamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo Jesús como Señor; y nosotros somos servidores de ustedes por Jesús. El mismo Dios que dijo: Brille la luz en medio de las tinieblas, es el que se hizo luz en nuestros corazones, para que se irradie la gloria de Dios tal como brilla en el rostro de Cristo" (2Cor. 4, 3-6).
El don de sabiduría es el más ilustrado y presentado en las Sagradas Escrituras. San Pablo contrapone la sabiduría mundana -la sabiduría de los filósofos que buscan conocimientos de lo terrestre y celeste- a la sabiduría misteriosa de Dios aparecida en Cristo (1Cor. 2,) que nos es revelada por el Espíritu. El Espíritu nos da parte en la sabiduría de Dios de forma que somos capaces de reconocer como sabiduría la sabiduría de Dios. Mediante esa participación en la sabiduría de Dios, que nos concede el Espíritu Santo, somos capacitados para entender correctamente a Cristo y la Escritura (1Cor. 2, 10; 2Cor. 3, 4-18).
La sabiduría de Dios, revelada en el Espíritu Santo y que nos llena no sólo nos ilumina, sino que nos mueve hacia Dios. Nos es concedida en el Bautismo, pero al perfeccionarse la Caridad, crece también la comprensión de la sabiduría divina, que se nos revela en los misterios de la salvación.
Sobre estos testimonios revelados construye Santo Tomás de Aquino su explicación del don de la sabiduría; capacita a los hombres para entender y valorar todas las cosas desde Dios y para amar la realidad como Dios la ama, sin esfuerzo y a consecuencia de una viva confianza en Dios. Dice en la Suma Teológica: "Lo que sea de la virtud de la castidad, lo juzga quien sea conocedor de la ciencia moral, basado en un estudio racional. Al mismo juicio llega por una cierta naturalidad el que posee la virtud de la pureza. Así, es propio también de la virtud intelectual de la sabiduría juzgar recta y racionalmente de las cosas divinas y lo mismo corresponde, por razón de una cierta naturalidad, a la sabiduría como don del Espíritu Santo."
La auténtica ciencia se convierte así en sabiduría: la ciencia teológica, sobre todo, es sabiduría (Ver Ef. 1, 17). El don de sabiduría es el fundamento de la contemplación mística. La sabiduría se funda en el amor y desemboca en el amor, no es sólo un proceso intelectual, sino que es amor y conocimiento, amor contemplativo y contemplación amorosa. La contemplación en que se realiza el don de la sabiduría no es visión inmediata de Dios en esta vida (prescindiendo del estado pasajero del éxtasis), sino un hacerse conscientes de Dios, una experiencia de Él. La sabiduría de Dios, la valoración y estimación de las cosas con los ojos de Dios parece locura al pensamiento intramundano, y viceversa: la sabiduría del mundo es locura a los ojos de Dios. El don de la sabiduría capacita para reconocer como locura la sabiduría del mundo y para reconocer como sabiduría verdadera la sabiduría de la Cruz, que el mundo tiene por locura (Ver 1Cor. 1, 22-31).
El don de la ciencia nos capacita para ver las cosas en su relación a Dios, de manera que tengamos la visión auténtica de ellas, no despreciando su valor, pero reconociendo que Dios es su fundamento y que todos los valores terrenos son limitados. Nos preserva y libra de la explicación puramente intramundana del cosmos y sus partes, concede también discernimiento para distinguir lo que se debe creer de lo que no se debe creer, para ver la diferencia entre los misterios de Dios que se nos manifiestan en la Revelación y los misterios del mundo (por ejemplo, la diferencia entre la doctrina cristiana de la Trinidad y los mitos no cristianos sobre el mismo tema). Implica, por tanto, el don del discernimiento de espíritus. Por otra parte, el don de consejo nos capacita para oír la voz de Dios en las situaciones difíciles de la vida, para encontrar la justa decisión, pronunciar la palabra justa y obrar rectamente (Mt. 10, 19-20).
Los dones de la voluntad son tres: don de piedad, don de fortaleza y don de temor de Dios. El don de piedad nos capacita para amar y respetar a Dios como padre, incluso en los dolores y tribulaciones. Es un misterio inefable del amor divino, que podamos llamar padre a Dios; es el misterio del amor que abarca todos los demás misterios. “Esta es la voz de la libertad y llena de confianza”, dice el Sacramental Gelasiano.
El don de piedad se ordena a que nos presentemos ante Dios con actitud y sentimientos de hijos y a que no perdamos esa postura, aunque Dios nos pruebe y nos envíe dolores. A la vez hace que abarquemos con nuestro amor a nuestros prójimos, que veamos en ellos hermanos y hermanas y que superemos rápidamente cualquier aversión a nuestros semejantes.
El don de fortaleza es una elevación de la virtud moral de la fortaleza y hace que el hombre se mantengas en las mayores dificultades y horrores y que esté en último caso dispuesto a perecer para conservar su estado de cristiano (martirio), siempre que no haya otra posibilidad de conservar ese estado y no se pueda dar otro testimonio de Cristo. Otro modo invisible, pero no menos real, de fortaleza realiza el místico, que se entrega totalmente a la protección de Dios y se ofrece voluntario a recorrer todos los caminos del dolor, que el amor de Dios prepara al místico y que suelen ser llamado “purgatorio de la tierra.” Santa Teresa de Jesús dice que la fortaleza es una de las condiciones fundamentales de la perfección.
El don del temor de Dios capacita para vivir en actitud de veneración, es decir, en la actitud del amor temeroso y del temor amoroso a Dios. Lo que el hombre teme en este don no es tanto a Dios, en quien ha puesto su esperanza, sino más bien a su propia debilidad. La actitud de veneración ante Dios da también la justa postura ante los hombres y cosas que Dios nos pone en nuestro camino. En todos los hombres y cosas del diario vivir nos sale al paso el Dios del silencio.
En estrecha conexión con los siete dones del Espíritu Santo están las ocho bienaventuranzas y los frutos del Espíritu Santo, que también son partes esenciales de la vida sobrenatural. Las ocho bienaventuranzas (Mt. 5, 3-12; Lc. 6, 20-26), los pobres en el Espíritu Santo, los que lloran y están tristes en el Espíritu Santo, los que se someten a las tribulaciones de Dios, los que tienen hambre de justicia, los misericordiosos, los rectos y sinceros, los pacíficos, los perseguidos por amor a la justicia se explican cómo actitudes morales del hombre unido con Cristo -y a través de El con Dios trino- y que, por tanto, tiene cualidades especiales.
El hombre defiende y conserva su estado de cristiano centralizando todas sus fuerzas, y así se aumenta la seguridad de su actitud cristiana perfecta. Tales modos de conducta sólo son posibles desde la nueva situación creada por Cristo. El hombre no incorporado a Cristo, el hombre no transformado (el hombre viejo que nos habla San Pablo) jamás podrá entender las actitudes aludidas en las bienaventuranzas. Se llaman bienaventuranzas porque Cristo mismo las llamó caminos hacia la felicidad y porque son la fuente de la alegría espiritual, porque son signo de elección y dan a los que las poseen una confiada esperanza en la felicidad, es decir, en el Reino de Dios (reino de amor, paz y justicia).
San Pablo en su Carta a los Gálatas dice que el fruto del Espíritu Santo es: "caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" (Gal. 5, 22). El texto griego no habla de frutos, sino de fruto del Espíritu Santo. La Vulgata y la mayoría de los teólogos describen doce frutos en lugar de los nueve de que habla el texto griego; sustituyen la nobleza por la paciencia y longanimidad, la suavidad por la mansedumbre y modestia y añaden el fruto de la castidad.
¿Qué es la gracia? Es el favor o auxilio gratuito (es decir, sin que lo merezcamos) que Dios nos da para responder a su llamada. Es una participación en la vida de Dios. ¿De dónde proviene la gracia? La gracia proviene de los méritos que logró Cristo, muriendo y resucitando por nosotros. Hay tres tipos de gracia; actual, la santificante y sacramental.
Como ya mencionamos previamente la gracia actual es la asistencia temporal de Dios a un hombre, con el propósito de llevarlo a actuar de forma correcta en determinado momento. La gracia santificante es la presencia de Dios en nuestra alma. Esta es infundida por Dios, es decir, dada por Él. Establece una relación amorosa entre Dios y nosotros, que continuará en el Cielo para aquellos que le son fieles. Es un don habitual: estamos siempre en gracia mientras no la perdamos. Solo se pierde con cualquier pecado mortal. Se recupera con la Confesión sacramental.
La gracia sacramental son las gracias específicas que cada sacramento da al alma que lo recibe. Por medio de estas gracias se cumple totalmente la intención para lo cual fue instituido el sacramento por Jesús. "Es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento."
Gracia sacramental según el sacramento:
Bautismo: de vivir la vida como hijos de Dios.
Confirmación: de ser fuertes en la fe y constantes en nuestro camino al Cielo de la mano de Cristo.
Eucaristía: de amar a Jesús con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos.
Penitencia: del arrepentimiento y un auxilio para no volver a caer en el pecado.
Unción de los enfermos: de aceptar la enfermedad, borra los rastros de pecado y prepara para una muerte cerca de Dios.
Orden Sacerdotal: a los sacerdotes, de dedicar su vida a predicar el Evangelio y administrar los sacramentos.
Matrimonio: a los esposos, la gracia de amarse hasta que la muerte los separe y de ser buenos padres.
En cuanto a tu pregunta: ¿Los dones de Dios son santificantes o la Gracia de Dios es Santificante? Se podría decir que los dones son santificante (nos santifican o nos sacan aparte) el sentido que la finalidad de los dones que vivamos en santidad. La Gracia de Dios es Santificante (con letra mayúscula) por es la energía, poder y dádiva que emana del mismo Dios.
Hay tres tipos de obras buenas: la oración, que abarca las obras de piedad; el ayuno, que denota todas las obras de mortificación; la limosna, que representa las obras de caridad. Cualquier obra buena aumenta la gracia santificante y la gloria eterna; condona o absuelve las penas temporales y los pecados veniales; logra favores espirituales y temporales (gracia actual).
A mayor sea el grado de gracia santificante, mayor será la medida de nuestra gloria y victoria por la eternidad gozando de la presencia infinita de Dios (eso es estar en cielo).
1 comentario:
Hola, bendiciones por el trabajo que realizas. Escribía para pedir ayuda ya que veo que estas muy formado en esta área de la catequesis. Estudio Teología y en mi seminario de Catequesis de Adultosvoy a exponer sobre: "Las Propuestas que existen a nivel de Catequesis de Adultos". Si pudieras ayudarme con algún material o facilitarme alguna bibliografía te lo agradecería. Muchos saludos desde Guatemala. Bendiciones. Mi correo eléctronico: jjpr1702@gmail.com
Publicar un comentario