Es muy interesante
como San Lucas en su libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 2, 1–11) nos
dice que estaban en Jerusalén reunidos un gran número de judíos en especial
judíos de la diáspora (que vivían fuera de Israel). Esto nos deja ver “entre líneas” la importancia de esta fiesta para el pueblo
judío. La Fiesta de Pentecostés era
también llamada la Fiesta de la Gavilla de Trigo. La fiesta de Pentecostés se venía celebrando
desde los orígenes del pueblo judío.
Después de la Pascua del Pueblo de Israel se esperaban sietes veces
siete más uno (cincuenta días) donde se ofrecían las primera cosecha a Yavéh. Con el pasar de los siglos esta fiesta fue
cobrando una profunda espiritualidad relacionada profundamente a la pascua.
La fiesta de
Pentecostés es perfectamente solidaria a la Pascua. Cristo, nuevo Adán, recibió
en el Espíritu de Dios, que le resucitó y le hizo Señor y Dios. Y ese mismo Espíritu nosotros lo recibimos en
Pentecostés, para poder mantenernos en estado de resucitados y de hijos de
Dios. Pero vemos que el misterio de la
fiesta se realiza y consuma en una actitud de fe. Sin esta actitud de fe esta fiesta (como
cualquier otra fiesta religiosa) pierde el verdadero sentido de ser.
La Pascua
proporciona el acontecimiento (liberación) tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento. Pentecostés ofrece la manera
de vivir en función de tal acontecimiento. La Pascua es la fecha de la independencia del
pueblo salvado, y Pentecostés es la fecha en que fue promulgada su
constitución.
La Pascua (desde
varios siglos antes de Cristo, según su evolución como fiesta religiosa) había
situado a los judíos en la salvación, en estado de liberación. Pentecostés por su parte, por el don de la
Ley, les ofrecía la posibilidad de mantenerse en ese estado y de no volver a la
esclavitud. Ya no solo a una esclavitud
corporal sino con mayor razón espiritual.
Incluso hoy día, la Pascua sitúa a los cristianos en el acontecimiento
redentor y en la filiación divina de Jesús, mientras que Pentecostés consuma la
obra dándoles el Espíritu Santo, que les permite realizar el ideal de filiación
(hijo) y liberación que nos quiere ofrecer Cristo Jesús a todos.
Cuando se
espiritualizó la Fiesta de Pentecostés (varios siglos antes de Cristo), su acto
ritual característico fue la renovación de la Alianza. Actualmente, en el cristianismo, la fiesta
nos ofrece la posibilidad de renovar la alianza (alianza de amor entre Dios y
el hombre), pasa a ser una acción de Dios que hace habitar en nosotros su
Espíritu para asegurar su vida en nuestro cuerpo de carne y confirmar nuestra
libertad o sea liberación de la esclavitud que nos ocasiona el pecado. La ley que antes era impuesta rigurosa y
reglamentariamente cede el puesto al Espíritu, quien nos graba en nuestros
corazones la ley primera y fundamental del amor. Por dicha ley del amor (a Dios y al prójimo)
se basan todas las demás leyes que pueden existir.
Ya no se trata de
que prometamos una nueva conformidad con una regla exterior, sino de ser
dóciles a la ley interior (ley del amor), del Espíritu (ver Gal 5, 16). Es por eso que muchos teólogos definen al
Espíritu Santo como la fuerza de amor perfectísima entre el Padre y el
Hijo. Con mucha razón nos dice San Juan
que “Dios es amor” e igualmente nos
dice que “el que no ama no conoce Dios”
(1 Jn. 4, 8) y por ende podemos decir que la regla fundamental para que el
Espíritu de Dios habite en nosotros es el mismo amor.
San Pablo nos da una
valiosa catequesis de como el Espíritu Santo obra, ora y actúa en cada uno de
nosotros. Introduce esta la exegesis (explicación)
con lo siguiente: “Nadie puede decir
‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,
3). Esta es una expresión que muchos
verbalmente solemos decir. Entonces ¿Qué
nos quiere decir San Pablo con esta expresión?
Todas las veces que nuestra voz y nuestro testimonio de vida cristiana
no están de acuerdo decir esta expresión es algo vacío y sin sentido. Más que una expresión verbal San Pablo se
refiere a una expresión que sale del corazón.
De un corazón que refleje en todos los ámbitos de nuestras vidas al
mismo Cristo. De esta forma si mi
corazón y todo mi ser están a tono con mi voz, si podemos decir sin temor a
equivocarnos que “Jesús es el Señor”
que en está presente en la Iglesia en medio de la comunidad y de muchas otras
formas en especial en la Eucaristía.
El Bautismo y la
Confirmación son los sacramentos por los cuales el Espíritu Santo llega a
nuestra vida y nuestro ser. Podemos
decir que estos dos sacramentos (como todos los demás sacramentos) son signos
sensibles y palpables que nos confieren la gracia (o sea el don de Dios en
nuestras vidas) que fueron instituidos por el mismo Cristo para nuestra
salvación. Además podríamos decir que
estos sacramentos forman “un proceso de
Pentecostés” en nuestras vida cristiana.
Siendo este un proceso para toda la vida. En otras palabras toda nuestra vida cristiana
es y debe ser un “eterno pentecostés.”
Estos mismos
sacramentos son los que dan el compromiso bautismal y cristiano. Podemos ver como el Evangelio de San Juan nos
expone esta mandato que nos da el mismo Jesús: “Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envió yo a
ustedes" (Jn. 20, 21). Al
finalizar la Celebración Eucarística el presbítero (AKA sacerdote) nos dice “pueden irse en paz.” Nos podemos preguntar irnos a que. La respuesta nos la da la misma historia de
la Iglesia. Los primeros cristianos una
vez finalizada la Cena del Señor (Eucaristía) literalmente salían a evangelizar
y catequizar. Podemos apreciar que
evangelizar y catequizar es un mandato del mismo Jesús (ver Marcos 16,
15). Si evangelizamos principalmente con
el ejemplo y buen testimonio de vida cristiana sin duda alguna estamos
realizando la mejor evangelización. Esto
solo es posible si el Espíritu Santo actúa y vive en nosotros. ¡Así nos ayude Dios!
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