15 de mayo de 2013

¡La grandeza de tener a un Dios que obra y ora por nosotros…! Solemnidad de Pentecostés (Ciclo C)



Es muy interesante como San Lucas en su libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 2, 1–11) nos dice que estaban en Jerusalén reunidos un gran número de judíos en especial judíos de la diáspora (que vivían fuera de Israel).  Esto nos deja ver “entre líneas” la importancia de esta fiesta para el pueblo judío.  La Fiesta de Pentecostés era también llamada la Fiesta de la Gavilla de Trigo.  La fiesta de Pentecostés se venía celebrando desde los orígenes del pueblo judío.  Después de la Pascua del Pueblo de Israel se esperaban sietes veces siete más uno (cincuenta días) donde se ofrecían las primera cosecha a Yavéh.  Con el pasar de los siglos esta fiesta fue cobrando una profunda espiritualidad relacionada profundamente a la pascua.
La fiesta de Pentecostés es perfectamente solidaria a la Pascua. Cristo, nuevo Adán, recibió en el Espíritu de Dios, que le resucitó y le hizo Señor y Dios.  Y ese mismo Espíritu nosotros lo recibimos en Pentecostés, para poder mantenernos en estado de resucitados y de hijos de Dios.  Pero vemos que el misterio de la fiesta se realiza y consuma en una actitud de fe.  Sin esta actitud de fe esta fiesta (como cualquier otra fiesta religiosa) pierde el verdadero sentido de ser.
La Pascua proporciona el acontecimiento (liberación) tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.  Pentecostés ofrece la manera de vivir en función de tal acontecimiento.  La Pascua es la fecha de la independencia del pueblo salvado, y Pentecostés es la fecha en que fue promulgada su constitución.
La Pascua (desde varios siglos antes de Cristo, según su evolución como fiesta religiosa) había situado a los judíos en la salvación, en estado de liberación.  Pentecostés por su parte, por el don de la Ley, les ofrecía la posibilidad de mantenerse en ese estado y de no volver a la esclavitud.  Ya no solo a una esclavitud corporal sino con mayor razón espiritual.  Incluso hoy día, la Pascua sitúa a los cristianos en el acontecimiento redentor y en la filiación divina de Jesús, mientras que Pentecostés consuma la obra dándoles el Espíritu Santo, que les permite realizar el ideal de filiación (hijo) y liberación que nos quiere ofrecer Cristo Jesús a todos.
Cuando se espiritualizó la Fiesta de Pentecostés (varios siglos antes de Cristo), su acto ritual característico fue la renovación de la Alianza.  Actualmente, en el cristianismo, la fiesta nos ofrece la posibilidad de renovar la alianza (alianza de amor entre Dios y el hombre), pasa a ser una acción de Dios que hace habitar en nosotros su Espíritu para asegurar su vida en nuestro cuerpo de carne y confirmar nuestra libertad o sea liberación de la esclavitud que nos ocasiona el pecado.  La ley que antes era impuesta rigurosa y reglamentariamente cede el puesto al Espíritu, quien nos graba en nuestros corazones la ley primera y fundamental del amor.  Por dicha ley del amor (a Dios y al prójimo) se basan todas las demás leyes que pueden existir. 
Ya no se trata de que prometamos una nueva conformidad con una regla exterior, sino de ser dóciles a la ley interior (ley del amor), del Espíritu (ver Gal 5, 16).   Es por eso que muchos teólogos definen al Espíritu Santo como la fuerza de amor perfectísima entre el Padre y el Hijo.  Con mucha razón nos dice San Juan que “Dios es amor” e igualmente nos dice que “el que no ama no conoce Dios” (1 Jn. 4, 8) y por ende podemos decir que la regla fundamental para que el Espíritu de Dios habite en nosotros es el mismo amor.
San Pablo nos da una valiosa catequesis de como el Espíritu Santo obra, ora y actúa en cada uno de nosotros.  Introduce esta la exegesis (explicación) con lo siguiente: “Nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3).  Esta es una expresión que muchos verbalmente solemos decir.  Entonces ¿Qué nos quiere decir San Pablo con esta expresión?  Todas las veces que nuestra voz y nuestro testimonio de vida cristiana no están de acuerdo decir esta expresión es algo vacío y sin sentido.  Más que una expresión verbal San Pablo se refiere a una expresión que sale del corazón.  De un corazón que refleje en todos los ámbitos de nuestras vidas al mismo Cristo.  De esta forma si mi corazón y todo mi ser están a tono con mi voz, si podemos decir sin temor a equivocarnos que “Jesús es el Señor” que en está presente en la Iglesia en medio de la comunidad y de muchas otras formas en especial en la Eucaristía.
El Bautismo y la Confirmación son los sacramentos por los cuales el Espíritu Santo llega a nuestra vida y nuestro ser.   Podemos decir que estos dos sacramentos (como todos los demás sacramentos) son signos sensibles y palpables que nos confieren la gracia (o sea el don de Dios en nuestras vidas) que fueron instituidos por el mismo Cristo para nuestra salvación.  Además podríamos decir que estos sacramentos forman “un proceso de Pentecostés” en nuestras vida cristiana.  Siendo este un proceso para toda la vida.  En otras palabras toda nuestra vida cristiana es y debe ser un “eterno pentecostés.”
Estos mismos sacramentos son los que dan el compromiso bautismal y cristiano.  Podemos ver como el Evangelio de San Juan nos expone esta mandato que nos da el mismo Jesús: “Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envió yo a ustedes" (Jn. 20, 21).  Al finalizar la Celebración Eucarística el presbítero (AKA sacerdote) nos dice “pueden irse en paz.”  Nos podemos preguntar irnos a que.  La respuesta nos la da la misma historia de la Iglesia.  Los primeros cristianos una vez finalizada la Cena del Señor (Eucaristía) literalmente salían a evangelizar y catequizar.  Podemos apreciar que evangelizar y catequizar es un mandato del mismo Jesús (ver Marcos 16, 15).  Si evangelizamos principalmente con el ejemplo y buen testimonio de vida cristiana sin duda alguna estamos realizando la mejor evangelización.  Esto solo es posible si el Espíritu Santo actúa y vive en nosotros.  ¡Así nos ayude Dios!

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