12 de octubre de 2009

¿Quién es el Espíritu Santo? ¿Quién es este Paráclito?

¿Quién es este Paráclito?
Quien es esta persona que Jesús prometió enviar a los apóstoles en su lugar – esta persona que su llegada seria maravillosa que Jesús diría, “¿Qué seria para su beneficio el que yo me valla?” La Biblia describe que el Espíritu Santo es un “actor” o sea una persona que actúa.

La palabra “paráclito” proviene del griego “paráklêtos” que significa “consejero” o sea “aquel que es llamado a estar a nuestro lado.” En latín seria “advocatus” que se traduce como abogado o defensor y estas vienen a ser las acciones del Espíritu Santo (abogado, defensor, consejero, consolador etc.).
El Espíritu Santo es claramente la persona que Jesús envió para estar al lado de sus seguidores (discípulos) después que él se fue y ascendió al Cielo.
Pero el Espíritu es mucho más que compañía. El evangelio de San Juan nos muestra al Espíritu Santo como maestro de los apóstoles y discípulos; testigo de Jesús y como acusador del mundo. El representa la continua presencia de Jesús aquí en la tierra, quien ha retornado al Padre.
El Consejero por quien Jesús oró es el maestro que continuara la instrucción de la Iglesia comenzada por Jesús. “Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Jn. 16, 13 – 15).
El Espíritu Santo también es testigo de Jesús, porque él es el “Espíritu de la Verdad” aquel que debe testificar la verdad total acerca de Jesús. “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn. 15, 26).
La primera carta de San Juan nos dice; “son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo” (1Jn. 5, 7 – 8). El Espíritu Santo es la persona cuyo testimonio declara delante del todo el mundo para certificar toda la verdad acerca de Dios.
¿Cómo podemos ciertamente notar cualquiera que posee el Espíritu? Por medio de los sacramentos del Bautismo y la Confirmación y que también comience a ser testigo de Jesús con su vida y sus actos.
San Pablo declara “que nadie, movido por el Espíritu de Dios, puede decir: ‘Maldito sea Jesús’ ” y que “nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, si no está impulsado por el Espíritu Santo” (1Cor. 12, 3).
Juan continúa esta metáfora legal o imagen del Paráclito cuando el habla del Espíritu Santo como el acusador (fiscal) del mundo: “y cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio” (Jn. 16, 8).
El Espíritu Santo acusará y condenará al mundo del pecado.  Pero al mismo tiempo, podemos decir que el Espíritu Santo es el abogador defensor para los cristianos cuando el mundo atenta condenarlos y perseguirlos por causa la fe que profesan en Cristo Jesús.
Jesús alude esta acción del Espíritu Santo como defensor de los cristianos: “Cuando los lleven ante las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir” (Lc. 12, 12 – 13).
Los Hechos de los Apóstoles ilustran la verdad de Jesús que prometió muchas veces. Nos muestra a Pedro, Esteban, Pablo y otros sangrientamente defendiendo la fe en Jesucristo ente las cortes judías, pensadores griegos, gobernadores romanos y reyes por la acción del Espíritu Santo (ver Hch. 2, 14 – 33; 4, 8 – 21; 5, 27 – 32; & 7, 1 – 56).
Tanto en los Hechos de los Apóstoles como en todo el Nuevo Testamento el Espíritu Santo es presentado como la persona que lleva una relación personal activa con los discípulos de Jesús.
La tradición cristiana provee otro punto para la partida que explora la pregunta, ¿Quién es el Espíritu Santo? Según aprendimos el Espíritu Santo es la persona de Dios, la tercera de la Santísima Trinidad.
En él años 325 d.C. la Iglesia articuló la creencia del Espíritu Santo en el Credo de Nicea. En el año 381 d.C. en el Concilio de Constantinopla (concilio que es reconocido por los católicos, ortodoxos, muchos protestantes y otros cristianos) los obispos de la Iglesia expandieron el credo.
Este concilio proveyó respuestas a la controversia que se había suscitado en la iglesia del cuarto siglo acerca de si el Espíritu Santo era completamente Dios y si realmente era igual al Padre y al Hijo.
En respuestas a estas interrogantes, algunos grandiosos trabajos han sido escrito sobre el Espíritu Santo (en griego) por los Santos Padre del oriente (griego) como San Basilio el Grande, San Atanasio, San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno.
El resultado que produjo el Concilio de Constantinopla fue la afirmación de la completa y total divinidad del Espíritu Santo.  Además se añadió esta afirmación de la divinidad del Espíritu Santo en el Credo de Nicea-Constantinopla que los católicos, y muchos cristianos profesamos hoy en día:
“Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.
Ciertamente las primeras comunidades cristianas reconocieron al Espíritu Santo como una Persona a la cual podemos llamar “Señor” a quien le damos culto y le glorificamos junto con el Padre y el Hijo.
En nuestra próxima intervención reflexionaremos sobre; Nuestra relación con el Espíritu Santo.

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