3 de noviembre de 2009

La eficacia y el empuje de Pentecostés

El Espíritu de Jesús difundido a todos…

Mientras reconocemos que cada cristiano es llamado a vivir una comunión personal con el Espíritu Santo no podemos descuidar que el rol que la tercera persona de la Santísima Trinidad juega en el plan de Dios de formar y salvar al pueblo de Dios. Las Sagradas Escrituras nos muestran este plan a pesar de la primera rebelión que causo el ser humano que conocemos como el pecado de desobediencia de Adán y Eva.

Por encima de todo esto podemos ver que el amor de Dios es inmenso y que con su sabiduría eterna El (Espíritu Santo) ha planificado reconciliarnos con El por su increíble acto de misericordia y humildad.
Mientras seguía totalmente Dios, Dios Hijo se hizo hombre (se encarnó), Jesucristo tomo sobre sí mismo las consecuencias del pecado y la insubordinación de toda persona, las del pasado, presente y futuro.
El esplendor de la misión salvadora de Jesús fue la exaltación en su agonizante muerte y la gloriosa resurrección al vencer la oscuridad y la muerte. De igual forma su envío del Espíritu Santo que mediante el poder de Cristo y la fortaleza de Dios son comunicados a la comunidad de creyentes, la Iglesia.
De acuerdo al Evangelio de San Juan cuando Jesús fue glorificado y fue levantado en la cruz, el Espíritu Santo fue difundido a toda la Iglesia. De esta forma todas las promesas acerca de las bendiciones que nos brinda el Espíritu comenzaron a realizarse.
El Espíritu Santo es revelado en el Evangelio de Juan como el más grande de los frutos de la muerte y resurrección de Jesús.
En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas enfatiza la promesa que Jesús hace sobre el Espíritu Santo.  Por eso los alienta a que con gran expectación esperen la venida del Espíritu Santo (ver Hch. 1, 4 – 5).
Posiblemente los discípulos de Jesús (al menos algunos de ellos) ya habían recibido bautismo de penitencia por Juan (el Bautista) antes de seguir a Jesús. Pero Juan el Bautista había anunciado que el bautizaba con agua pero llegaría otro que habría de bautizar con fuego y el Espíritu Santo (ver Lc. 3, 16).
Después de su resurrección, Jesús anuncio que la promesa de Juan estaba a punto de cumplirse (ver Lc. 24, 49). Esas fueron las palabras (Lc. 24, 49) de Jesús antes de su ascensión al cielo le dijo a sus discípulos.
Cuán grande debió ser su anticipación. Este misterioso evento de ser bautizado en (o con) el Espíritu Santo—la promesa del Padre a los seguidores de Jesús—estos serían momentos que transformarían sus vidas.
Ellos fueron revestidos con el poder de lo alto. Este poder de lo alto fue el que los encamino hacia los confines del mundo para ser testigos de la obra redentora de Jesús.
Hay dos aspectos en este evento de Pentecostés que requieren especial reflexión.
Primeramente hay que recalcar que todos recibieron el Espíritu. Podemos ver que el don (regalo) del Espíritu Santo no es restringido o condicionado para unos pocos.  Él es derramado y difundido a todos los discípulos de Jesús. San Lucas pone gran énfasis en mencionar que lenguas de fuegos se posaron sobre “cada uno de ellos” (ver Lc. 2, 3).
En el Antiguo Testamento el Espíritu Santo fue enviado a ciertas personas en particular para realizar algún trabajo o función específica. La inspiración de los profetas y autores de los textos bíblicos para proclamar y documentar la Palabra de Dios es un ejemplo de lo antes mencionado. Los reyes (como el caso de David) eran ungidos por el Espíritu Santo para ejercer su liderato ante el pueblo.
Pentecostés fue (y es) diferente por la nueva alianza (testamento) de amor en la cual todos reciben el Espíritu Santo. El Espíritu Santo ya no es reservado para unos pocos. Ya todos los seguidores de Jesús como Moisés expresó, el Espíritu será derramado en abundancia a todo el pueblo de Dios.
Después de Pentecostés, el Espíritu Santo será también derramado a todo aquel que crea en Jesús. Pedro citando al profeta Joel, que en los últimos días Dios derramara su Espíritu sobre “toda carne” (ver Hch. 2, 17) y “quien quiera que llame al nombre del Señor será salvado” (Hch. 2, 21).
Cuando la gente (el pueblo) le respondió (le preguntaron que debían hacer) a Pedro, el apóstol le respondió: “Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa ha sido hecha a ustedes y a sus hijos, y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios, quiera llamar. Y con muchos otros argumentos les daban testimonio y los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa. Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil” (Hch. 2, 38 – 39).
El segundo punto a considerar es que el Espíritu llena a aquellos quienes lo acogen. La palabra “llena” también revela la singularidad de Pentecostés.  
El estar lleno del Espíritu Santo es decir que el Espíritu ha sido derramado e implica que el Espíritu Santo ha sido dado por Cristo en la nueva alianza con nueva abundancia más rica que nunca antes.
El evangelio del “discípulo amado” nos indica que “Dios le da el Espíritu sin medida” (Jn. 3, 34).
Estar llenos del Espíritu significa que El habita en nosotros y hace su morada (casa) en nuestra persona. Entonces comenzamos a ser “nueva creación” (ver 2 Cor. 5, 17) y somos entonces hijos (e hijas) por adopción y por ende herederos del Reino de Dios (ver Rom. 8, 16 & 17, 23) y templos donde reside el Espíritu Santo (ver 1Cor. 6, 19).
Este es el don (regalo, gratis) que Dios nos ofrece a todos y esto comenzó en Pentecostés. Esta morada en la que el Espíritu hace de ella su casa (permanentemente) es presencia de esa vida en abundancia que el mismo Jesús nos prometió.
Pero, ¿era realmente el Espíritu Santo lo que los apóstoles experimentaron? Es posible confundir esa nueva vida en abundancia que describe las Escrituras con algo distinto. Esto es lo que paso con algunas personas el día de Pentecostés.
Ellos vieron que los apóstoles (y discípulos) “quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas (idiomas), según el Espíritu les permitía expresarse” (Hch. 2, 4). Todos esos espectadores “se decían con asombro: ¿Qué significa esto? Algunos, burlándose, comentaban: Han tomado demasiado vino” (Hch. 2, 12 – 13).
Hoy en día cuando Dios manifiesta su poder, encontramos reacciones similares. Algunos quedan asombrados y/o maravillados más buscan en su interior que significa todo esto.
Otros escépticos tanto en el primer Pentecostés como actualmente buscan y tratan de ofrecer alguna explicación humana, descartando toda posibilidad del poder divino.
Para todos aquellos que fueron testigos del Pentecostés como para aquellos que hemos leído lo que sucedió en este evento en las Sagradas Escrituras, Pedro nos explicó el verdadero significado de este evento. Hablando en fe y en el poder del Espíritu Santo, el simplemente dijo: “Estos hombres no están ebrios, como ustedes suponen, ya que no son más que las nueve de la mañana, sino que se está cumpliendo lo que dijo el profeta Joel: En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y los ancianos tendrán sueños proféticos” (Hch. 2, 15 – 17).
Este mismo Espíritu Santo que se dio plenamente a María la Madre del Salvador y de la Iglesia, a los Apóstoles como los 12 pilares de la Iglesia que Jesucristo fundo, y la “primera generación” de discípulos se sigue dando a toda la Iglesia (a cada bautizado) por medio de los Sacramentos del Bautismo y el de la Confirmación.   Estos sacramentos son la reafirmación del Pentecostés. 

¡Que el Espíritu Santo guie y se dé plenamente siempre a la Iglesia como Comunidad de Fe, Comunidad de Esperanza y Comunidad de Caridad (caridad = amor hecho acción)!

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