Quien lee en los evangelios los textos que nos
hablan de la Virgen María podría decir que su función como discípula de Cristo
fue la más humilde y hasta la más insignificante. Esta doble declaración por un lado es cierta pero
por otro lado es incorrecto.
Es
cierta porque sin duda alguna María fue la más humilde de todos los discípulos
del Señor. Pero es incorrecta porque de
ninguna forma se podría decir que Maria como discípula de Cristo es
insignificante o superficial.
Las
Escrituras presentan a María como una discípula cada vez con mayor espiritualidad
y con una gran maduración humana. Vamos
a ver eso a través de lo que dice el Nuevo Testamento acerca de ella. Ella también como su Hijo, crece en sabiduría,
edad y gracia conforme pasan los años. Su discipulado, como el nuestro, debe llevar
un crecimiento normal, dinámico en el conocimiento, amar y seguir a su Hijo,
Jesús.
María
no es una mujer con un inalcanzable ideal en un pedestal. Ella es una mujer de fe que nos puede servir
de gran ejemplo y que debe ser motivación para ir creciendo en la fe cada vez
más y más. La prueba de esto es que ella
sigue intercediendo (aunque muchos no lo crean ni acepten) por cada uno de
nosotros.
Si
uno se pregunta ¿qué hizo María al concebir a Jesús? La respuesta es simple: ella antes que nada
hizo un acto de fe. Sin duda alguna, el
acto de fe más heroico que haya realizado ser humano ya sea antes o después de
la vida terrena de María la Madre del Señor.
Y el Verbo se hizo carne
(ver Jn. 1, 14). La fe de María como discípula fue la razón de su maternidad.
Ella escuchó la palabra de Dios y respondió a ella, la mantuvo y la celebró una
y otra vez en su corazón (ver Lc. 2, 19; 2, 51).
Su
discipulado comienza con el evento y el proclamación de parte del ángel como “llena de gracia” (ver Lc. 1, 28) de
la Anunciación. Esta vocación (de ser
discípula) seguirá creciendo a medida que ella aprende y acepta cual es el
precio del discipulado y del seguimiento de Jesús.
Su
vocación llevará consigo el reto que al igual que su Hijo Jesús se convierte en
odiado y perseguido. Este reto será
perfeccionado en la muerte en la cruz mientras le es confiado el discípulo
amado (y por ende a toda la Iglesia), a su Madre-Discípula María como su Madre,
(ver Juan 19, 25-28). Lo mismo que María le dijo a Dios (o sea que
le dijo a al ángel): “Yo soy la servidora (o esclava) del Señor, hágase en mí tal como has
dicho” se lo vuelve a decir (aunque sin palabras) a Jesús en la
cruz. Esta es la prueba de que María no
nos deja huérfanos ella sigue cuidándonos e intercediendo por cada uno de
nosotros.
María,
la primera discípula, recibió una revelación y llamado personal, respondiendo
con generosidad, soportando el dolor y sin detallar lo que cuesta. El discipulado en el Evangelio de San Mateo es
un llamado de Dios, que es exigente. El sufrimiento está involucrado a un reto
tan extenuante de Dios y nosotros, como a toda una comunidad, estamos
convocados a la obediencia y la dedicación completa a la voluntad del Padre.
En
este evangelio antes mencionado (San Mateo), el discipulado incluye la
revelación personal que nos da el cumplimiento de las promesas que hizo a
nuestros antepasados en la fe, especialmente a Abraham, Sara, y a Moisés. La
vocación al discipulado es totalmente gratuita y nuestra respuesta debe ser
como la de los primeros discípulos (Pedro, Andrés, Santiago y Juan), debe ser
inmediata y total.
Es
en este evangelio que encontramos esta llamada especialmente difícil, incluso
Jesús dice: “Sígueme, y deja que los muertos entierren
a sus muertos” (ver Mt.
8, 22). El Padre William Thompson,
S.J. resume este reto: “Cuando un discípulo experimenta un conflicto de
lealtades entre Jesús y su propia familia, se debe optar por seguir a Jesús”
(La Biblia de hoy [Te Bible Today], 19 de enero de 1981, p. 18).
María,
la primera discípula, siempre está al cuidado de la comunidad (la Iglesia) de
los discípulos de Jesús. La plenitud de
la vida Jesús es ahora recibida por los dos discípulos de pie bajo la cruz. María y el discípulo amado representan a todos
nosotros como testigos del comienzo de la comunidad: la Iglesia es sacada de la
cruz y del agua vivificante que brota del costado de Cristo (que representa y
simboliza al Sacramento del Bautismo) y su sangre (la cual representa y
simboliza al Sacramento de la Eucaristía).
De
esta forma, la Iglesia juntamente con María Santísima renace a una vida nueva
en el Espíritu (Bautismo) y se nutre con el verdadero Pan bajado del Cielo (Eucaristía)
que nos da las fuerzas necesarias para el peregrinar de esta vida cristiana.
Estos
dos discípulos (María y el discípulo amado) son símbolos de la llamada al
discipulado perfecto, que alcanza su mayor demanda en el contexto de la
comunidad y el cuidado y preocupación que tenemos por los demás (ver Gal. 6,
2). María, como discípula agraciada
(llena de gracia), se presenta siempre en términos de su relación con la
comunidad -- ya sea para la comunidad de Israel y su cumplimiento en Jesús en
Caná, o para la comunidad cristiana y su cumplimiento en el Calvario por la
donación (que hace Jesús) de María al discípulo amado (y con él la Iglesia).
La intimidad, el amor,
la comunidad y la participación mutua son presentados en el evento al pie de la
cruz. El discipulado comenzó como una
nueva creación de Caná a través del signo del agua convertida en vino, mientras
que en Calvario se convierte en el evento del compromiso de amor que el
Espíritu de Jesús da su madre y al discípulo amado.
María,
la primera discípula, es una mujer de oración.
Dos de las características del discípulo de Cristo es que esta o este
debe ser una persona que está cerca de Jesús y que le sigue. Esta cercanía se produce sobre todo a través
de una actitud de oración y unión con el Señor.
Esto
lo vemos en el Evangelio de Lucas: “Un
día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus
discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus
discípulos” (ver Lc. 11, 1).
Sabemos que oración Jesús les enseñó a los discípulos fue el Padre
Nuestro. En esta oración se ve reflejado
lo que implica la vocación o llamado al discipulado.
Es
muy conveniente recordar que fue San Lucas es el evangelista que enfatizó que
la oración debe está en el corazón del discipulado al cual estamos llamados. Si
las renuncias que exige este discipulado se entienden y se aceptan, debemos
tener la habilidad para orar y no desalentarnos, debemos tener la valentía y el
coraje de perseverar.
La
imagen lucana de María es de un discípulo perfecto precisamente porque en ella
se reflejaba la vida de oración. Ella es
testigo y la vez es el ADN o el núcleo (centro o corazón) de la oración que Jesús aprendió y la cual se nos muestran los Evangelios.
Lucas
presenta a María como mujer y como discípulo de la oración de tres formas. En
primer lugar, María es una persona que articula las promesas de Dios hecho a su
pueblo. Su articulación se deriva de las palabras inspiradas de las Escrituras
hebreas que forman el núcleo de su himno alabando a Dios (ejemplo el
Magníficat: Lc. 1, 46-55).
En
esta misma línea de pensamiento sería justo y apropiado decir que le oración de
María es el preludio y el prototipo que uso Jesús para la oración del Padre Nuestro.
En
segundo lugar, María reza a través de su profunda reflexión sobre los
acontecimientos en los que está involucrada en el misterio de la historia de la
salvación (la Anunciación, el Nacimiento de Jesús, la Presentación en el
templo, y el hallazgo en el templo). Lucas
usa esta frase para expresar este segundo modo de su oración: “Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las
meditaba en su corazón” (ver Lc. 2, 19).
Y
unos doce años más tarde, al final de la escena en que Jesús se encuentra en el
templo, ella es presentada de nuevo por el evangelista como rezando u orando de
esta manera reflexiva: “Su madre
conservaba estas cosas en su corazón” (ver Lc. 2, 51).
Por
último, una tercera forma de su oración -- la oración en y para la comunidad --
se encuentra en Hechos de los Apóstoles: “Todos
ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas
mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (ver
Hch. 1, 14).
María,
la discípula feliz, es una bienaventurada en la acción que compartió Jesús con
los demás. Hemos visto a María con los
ojos de los evangelistas como una mujer que siempre fue fielmente libre como
una discípula de Jesús. Como con solo un
llamado de Dios nos brinda un claro ejemplo de discipulado.
A
diferencia de Pedro, ella no titubea o vacila, sin embargo, ella es tan real y
humana como El (Jesús). Ella nunca es
puesta en un “pedestal emocional” por los evangelistas, sino que surge
como una fiel discípula. Por esto y
mucho más la Iglesia declara a María con sus cuatro dogmas que siempre en la
Iglesia se han reafirmados. Estos son: la
Maternidad Divina, la Inmaculada Concepción, la Perpetua
Virginidad y la Asunción de María. Estos dogmas marianos van integrados muy
íntimamente al discipulado que María realizó (y sigue realizando para con los
bautizados).
¡María Hija de Dios Padre, ora e intercede por nosotros tus hijos!
¡María Madre de Dios Hijo, ora e intercede por nosotros tus hijos!
¡María Esposa Purísima de Dios Espíritu Santo, ora e intercede por
nosotros tus hijos!
¡Ven Espíritu Santo, y envía desde el Cielo un rayo
de luz!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario