La temática fundamental que nos
propone la liturgia en este domingo es el envío, que al pie de la letra
significa: ser puesto en el camino. Tres cosas conviene discernir en este
domingo: quién envía, a quiénes envía, y por cual caminos los envía.
Empecemos sin embargo por los
enviados. En la primera lectura (Isaías 6, 1-2a. 3-8), quien es convocado o
llamado se reconoce como "hombre de labios impuros;" y en el
evangelio los llamados son unos pescadores sin mucho éxito. En esos personajes quedan bien evidenciados
las dos grandes condiciones humanas: el pecado y la insuficiencia o impotencia.
Isaías se ve forzado a confesar
su situación de pecado ante la luz deslumbrante de Dios que lo llama. Los pescadores de Galilea, en cambio, no han
obrado mal sino que sencillamente no han sabido o no han podido lograr lo que
querían. Al no lograr pescar nada
durante toda la noche.
Si lo pensamos bien, también el
pecado es un modo de insuficiencia, aunque interna. Pecamos porque no soportamos el peso del
camino. Queremos encontrar una senda
distinta y fácil hacia la felicidad. De
esta forma, confirmar que sí valemos, que nuestras cosas importan, que nuestras
fuerzas y deseos pueden imponerse.
Todas estas limitaciones de los
que son enviados terminan por producir asombro y confusión: ¿por qué el Dios
que todo lo puede quiere valerse de instrumentos tan frágiles, tan ineptos, tan
inclinados al error y tan capaces de traición?
La pregunta se hace más aguda si uno piensa en las historias
vocacionales, a veces de final triste, que uno conoce en la Iglesia.
Esa pregunta que Dios se hace en
el pasaje que oímos de Isaías tiene una preocupación y una profundidad
extraordinarias. He aquí a Dios que
pregunta: "¿A quién enviaré?"
No le falta amor pero sí le falta quién le ayude. Todos necesitan y es tanta su penuria, que pocos
están dispuestos para aliviar la necesidad de otros. El resultado es que Dios se queda como sin
ayuda.
Bueno, ¿y no podría Dios
resolverlo todo, sanarlo todo, completarlo todo por sí mismo? Sí podría pero a precio de negar uno de los
rasgos que él mismo quiso imprimir en su creatura racional, a saber, su
dimensión social. Dios mismo nos creó capaces de interactuar unos con otros. Si
Dios, sin intervención de ninguna otra causa, atendiera Él mismo a todas las
necesidades y dolencias de cada ser humano, habría una dolencia y carencia que
se quedaría sin atender, a saber, la carencia de amor y servicio entre
nosotros. Esa parte nuestra quedaría
enferma o atrofiada si nunca se diera el caso de que un ser humano sirve con
genuina caridad a otro.
Así pues, al crearnos como seres
en sociedad, Dios en parte eligió tener que buscar "ayuda" en el ser
humano para levantar y redimir al mismo ser humano.
Isaías grita: "¡Envíame a
mí!" Sus labios han sido
purificados por una brasa del santuario y por el ministerio de un Ángel, y
siente en su corazón la obligación de servir.
Quiere ser puesto en camino, aunque aún no sabe cuál es ese camino.
Algo semejante ocurre en el
evangelio de hoy: aquellos pescadores “lo dejaron todo, y lo siguieron.” Posiblemente entendían lo que dejaban pero en
todo caso no parecían que supieran exactamente lo que descubrirían en el
trayecto de este caminar.
Lo que si podríamos visualizar
en todas las veces que Dios llama en la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) es
que el mismo Dios de una forma u otra muestra el camino. No solo eso sino que El mismo da y es la
fuerza para seguir dicha vocación y camino encomendado.
Hay que tener muy claro que lo
único que importa del camino: es que Dios lo conoce muy bien. No atañe o importa tanto saber por dónde voy,
sino primordialmente con quién voy.
Hay dos cosas que hay que tener
presente al seguir el llamado (sea cual sea) que Dios nos hace. Primero, que ante este llamado y sus
exigencias debemos rendirnos ante Cristo.
En otras palabras dejar que Él sea quien nos mueva y nos motive por
medio de su fuerza (Espíritu Santo) y su amor.
Segundo, tener en cuenta como nos dice el evangelio de hoy, que en el
momento en el que Jesús nos diga; "mueve tu barca", ese día cambiará
nuestras vidas. Esto implica que ante el
llamado que Cristo nos hace no solo se mueven nuestros pies y corazón y el
deseo. Sino más bien, nuestra forma de
ser (o sea toda nuestra vida) se debe mover o transformar (convertirse) al
mismo ejemplo de Cristo.
En eso estriba es llamado, que
no importa a donde se nos envié estamos llamados a ser y a vivir tal como
Cristo lo hiso en su vida terrena. Eso
es dar testimonio de Vida Cristiana.
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