Hoy (04/07/2013) mis queridos
hermanos además de ser el Segundo Domingo del Tiempo de Pascua es también el
Domingo de la Misericordia.
La misericordia de
Dios se revela en toda la historia. Adán y Eva, a pesar de su pecado, reciben
la promesa de la redención. En Sodoma,
en el tiempo de Noé, ante la esclavitud en Egipto, una y otra vez, Dios busca
rescatarnos aunque son pocos los que le responden. Pero la misericordia divina se manifiesta en
su plenitud en Jesucristo cuyo corazón traspasado es fuente infinita de
misericordia. En el siglo XX Jesús
visita a Santa Faustina y le muestra Su corazón traspasado del que emanan rayos
de luz blanca (el agua del bautismo) y roja (Su Sangre) y le encomienda la
misión de dar a conocer Su misericordia a todos los hombres. Ante la pérdida de la fe del siglo XX, el
mensaje de la misericordia se hace urgente pues es la única esperanza de la
humanidad.
Entrando propiamente
en la liturgia de este domingo, vamos a ver que hoy estamos culminando la
Octava de Pascua.
La Pascua
(Resurrección) de Cristo no anula ni sustituye las otras noticias; la noticia
de Jesucristo no cambia a las otras noticias, ni las suprimes, ni las reprimes,
ni las escondes. El Cristo Glorificado
que vimos el domingo pasado y este domingo no eliminan las huellas de los
clavos ni la herida de su costado. Por
el contrario las sigue teniendo. Están
tan presentes en este instante como cuando sucedieron al momento de su crucifixión.
Por eso la Iglesia nos enseña que “Cristo
es el mismo ayer, hoy y siempre.”
Hoy nosotros, en la “escuela del Apóstol Tomás”, deseamos
asomarnos a esas Llagas gloriosas de Cristo, porque ante nuestros propios
problemas, nosotros quisiéramos que no se dieran esas llagas; a veces
quisiéramos que nuestros dolores, dificultades, frustraciones o fracasos no se
dieran. Muchas veces creemos y queremos
que Cristo sea ese “súper héroe” que combate contra todos los villanos y no
sufre ni un solo rasguño. Esto no es
otra cosa que vivir en la fantasía. Y
por el contrario Cristo es la mayor expresión de la realidad. Cristo es lo más real y por ende con todas
sus consecuencias que existe en nuestra vida.
El Evangelio de este
domingo (Jn. 20, 19-31) recalca y enfatiza la incredulidad de Tomás.
"Si no veo en sus manos la señal de los clavos, ni no meto el dedo en el agujero de los
clavos y no meto la mano en su costado, no creeré." ¡Demasiadas condiciones y exigencias para dar
el paso de la fe!
Nos podríamos
preguntar a modo de examen de conciencia… ¿Pongo yo condiciones y exigencias
para creer en Jesús? ¿Pongo yo
condiciones y exigencias para creer y seguir a la Iglesia que Jesús fundó? ¿Pongo yo condiciones y exigencias para amar
a Dios? ¿Pongo yo condiciones y
exigencias para amar a mi prójimo? Sin
duda alguna estas preguntas las debemos responder desde la reflexión y la
oración. Si hay algo que no esté
bien, pedirle a Dios y a su Espíritu que
todo lo puede y todo los transciende que nos ayude a ser “creyentes ciegos y sin tacto” o sea creyentes que no pidamos ver y
tocar para creer en Dios y todo lo que Él nos revela en su Santa Palabra y la
Tradición de la Iglesia.
Por esa “fe ciega”
nos dice la primera lectura (Hch. 5, 12-16) que crecía en número de los
cristianos en tiempo de los Apóstoles.
Para reafirmar que la Iglesia (o sea los cristianos) creemos en un Dios
Vivo, San Juan en su libro del Apocalipsis (1, 9-11a. 12-13. 17-19) nos dice: “Él
puso la mano derecha sobre mí y dijo: No temas: Yo soy el primero y el Último,
yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos,
y tengo las llaves de la muerte y del abismo.”
Pero sólo Cristo
resucitado tiene palabras de vida eterna y el poder de darnos esa vida eterna
que nos promete. ¡Porque es Dios
verdadero y para Él no hay nada imposible!
Acordémonos, pues, del apóstol Tomás y de la promesa de Cristo: "Dichosos los que crean sin haber visto." La fe es un don de Dios el cual nos
transforma totalmente y nos hace cambiar nuestra existencia y la visión que
podamos tener de las cosas.
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