Isaías 66, 18–21: “De todos los países traerán a todos sus hermanos”
Salmo 116, 1–2: “¡Vayan por todo el mundo; proclamen la Buena Nueva!”
Hebreos 12, 5–13:
“El Señor reprende a los que ama”
Lucas 13, 22–30: “Vendrán de todas partes a la mesa del reino”
Sin
duda alguna una de las preguntas más polémicas de toda la historia de la
salvación lo es: “¿es verdad que son pocos los que se salvarán?” (Lc. 12, 23).
Lo que para ser humano suele ser controvertible y enigmático para Dios suele
ser lo más simple. En muy curioso que cuando este personaje bíblico (anónimo)
le hace esta pregunta a Jesús, este no contesta a su pregunta sino más bien
aprovecha la oportunidad para sacar una enseñanza.
El
lema del Movimiento de Retiros Parroquiales Juan XXIII (fundado en Puerto Rico)
dice: Amor, Entrega y Sacrificio. Estos
tres dones o cualidades son los que a mi entender implican entrar por la puerta
estrecha para logar la salvación. Amor que en acciones se convierte en caridad
fraterna tal como la vivió el mismo Cristo. Entrega y dedicación a la vocación
universal a la santidad como nos lo pide el Vaticano II. Sacrificio oblativo de
nuestra vida diaria que solo puede ser el reflejo del Sacrificio Mayor de
Cristo en la Cruz y en la Eucaristía.
San
Lucas acentúa que Jesús y sus discípulos siguen el camino a Jerusalén que (desde
el domingo 13 del Tiempo Ordinario – Lucas 9, 51–62) había emprendido. Resalta además que Jesús “no estaba de vacaciones” sino que venía recorriendo las “ciudades y aldeas enseñando” (Lucas 13, 22). Los mismos evangelios
nos dicen que el tema principal de la enseñanza y predicación de Cristo lo era
el Reino de Dios. O sea que toda sus enseñanzas (milagros o señales) estaban (y
están) centradas en el Reino de Dios, que El mismo nos promete.
Hoy
Jesús como el Medico por excelencia nos dará por así decirlo una prescripción (aunque
algo amarga y dura) para cómo obtener la salvación. Para los que hemos tenido la bendición de Dios
de ir a Tierra Santa conocemos muy bien cómo es la entrada (puerta) principal
de la Basílica de la Natividad en Belén.
Mide menos de 4 pies de alto y es algo angosta. Tenga en cuenta que yo mido más de 6 pies de
alto (y peso más de 250 libras J)
más mi condición de la espalda agrava más la situación (¡pero entre!).
El
meditar en esta condición de la puerta estrecha que nos pone Jesús para lograr
la salvación me evoca los recuerdos y sentimientos cuando entre a esta hermosa
basílica en Belén. Claro está, esto que
acabo de mencionar sobre la entrada de la Basílica de la Natividad en Belén no
se pueda comprar con lo que implica en realidad (al menos espiritual y
cristianamente hablando) pero nos puede dar una idea por lo que tenemos que
pasar para obtener la salvación.
Si
para algo el ser humano siempre ha sido (y será) bueno es para cuestionarse
casi todo (o todo) en nuestra existencia humana. Otra pregunta que nos podríamos hacer es:
¿para quienes es la salvación? O ¿Quiénes tienen derecho a la salvación? La primera lectura nos da la respuesta a este
tipo de preguntas antes mencionadas. “Ahora vengo a reunir a los paganos de todos
los pueblos y de todos los idiomas. Y
cuando vengan, serán testigos de mi gloria” (Isaías 66, 22). Pocos pasajes de la Biblia nos manifiestan
este enfoque tan universal de la salvación dada por Dios a todas las naciones
de la tierra.
Para
poder entender este texto del profeta Isaías (o tercer Isaías como es conocido)
hay que remontarse al Génesis: “Haré de
ti una gran nación y te bendeciré; voy a engrandecer tu nombre, y tú serás una
bendición. Bendeciré a quienes te
bendigan y maldeciré a quienes te maldigan.
En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra” (Gn. 12, 2–3). Este pacto universal estará presente en toda
la agenda salvífica. La lectura que
proclamamos hoy se conecta con esta promesa patriarcal.
Pero
hay que tener en cuenta que la humanidad no es una comunidad unida, sino un
conjunto de naciones continuamente enfrentadas y enemistadas entre sí. Muchas veces por razones que carecen de
sentido lógico (muchas veces por razones personales de unos pocos) y esto lo ha
demostrado la historia de la humanidad.
Pero por encima de toda esta realidad hay que reconocer que la
congregación de todos los pueblos y naciones es obra del amor gratuito y
misericordioso de Dios que así lo ha planeado y concebido desde los comienzos
de la historia de la salvación.
El
autor de la Carta a los Hebreos nos dice que la corrección de Dios es signo de
su solicitud paternal. Dios es Padre y
eso nos lo demostró muy bien Jesús no solo con sus palabras sino más bien con
su ejemplo. Esto encierra una pedagogía y enseñanza para buscar a llevarnos a
ser santos porque esa es nuestra vocación y llamado que mismo Dios nos hace. Lamentablemente
los católicos le tenemos terror y pavor a la palabra santidad. Esto es muy
común notarse cuando nos tildan de santos porque estamos en algún grupo dentro
de la Iglesia y nuestra forma ser (hombre viejo) cambia radicalmente para
seguir el mismo ejemplo de Cristo (hombre nuevo). Esta actitud paternal de Dios
posibilita y alienta una actitud congruente en sus hijos para con sus hermanos
a fin de ayudarles a llevar sus cargas (ver Gálatas 6, 2).
Quisiera
concluir esta reflexión citando la oración colecta (de este domingo) por la
cual el presbítero (sacerdote) recoge la oración de toda la asamblea y la
ofrece al Señor esta es el culmen del rito inicial dentro de la
Eucaristía. “Señor Dios, que unes a tus fieles en una sola voluntad; concédenos
amar lo que nos mandas y esperar lo que nos prometes, para que en medio de la
inestabilidad de este mundo, esté firme nuestro corazón donde se encuentra la
verdadera alegría.” Después de esto
solo nos quedaría decir; Señor nuestra salvación está en tus manos, Dios
confiamos en ti, pero aumenta nuestra fe. ¡Que
así sea!
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