26 de julio de 2013

¡El Señor nos enseña a orar! Domingo Decimoséptimo del Tiempo Ordinario – Ciclo C


El tratado sobre la oración más sencillo y a la vez tan profundo lo encontramos en el evangelio de este domingo (Lucas 11, 1-13).   Lo podríamos dividir en dos partes este texto lucano.  Primero, lo que tenemos que decir.  Si observamos bien son palabras sencillas pero de gran contenido y significado.  Segundo, la aplicación práctica sobre la fe que debemos poner en la oración.
El término en hebreo que se usa para la palabra padre es “Abba” y esta significa papá bueno o papito bueno.   Luego de esto nos dice Jesús que santifiquemos su nombre.  Cuando oramos "santificado sea tu nombre", lo primero que hemos de entender es el significado de esas palabras "santificado sea".  Con esta expresión simplemente estamos pidiendo que Dios sea santo.  Tenemos pues que santificar a Dios es pues alabarle, bendecirle, proclamar su gloria.  En otras palabras al santificar el nombre de Dios estamos pregonando las maravillas únicas e inigualables de la acción de Dios sobre este mundo y todos los seres humanos.  Esto fue lo que hizo la Virgen María en el Magníficat (ver Lc. 1, 46–55) especialmente cuando nos dice: “El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre! Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos aquellos que viven en su presencia” (Lc. 1, 49–50).
Las primeras palabras usadas por Jesús (y por Juan Bautista previo a Él) en su predicación (vida pública) fueron “arrepiéntanse porque el Reinos de Dios ya está cerca” (ver Mt. 4, 17 y Mc. 1, 15).  Este Reino comienza, por lo tanto, con la Venida de Jesús de Nazaret y su Anuncio del mismo (Mc. 1, 15). Llega a su culminación en el momento de su Resurrección gloriosa (la Pascua), y alcanzará su plenitud cuando nosotros estemos resucitados con Él en un Universo renovado (nueva creación).  La Venida del Reino implica una actitud de vigilancia, de “estar despierto”, de acogida, de apertura de corazón y de mente (ver Ap. 3, 20), ya que este Reino está constantemente viniendo hasta que lo haga en plenitud, y sería desconsolador pensar que el mismo haya pasado delante de nosotros sin que le hayamos abierto la puerta.  No sabemos cuándo volverá a pasar (ver Cantar 3, 1–2) por eso debemos estar en alerta.
Las últimas tres peticiones (“danos cada día el pan que nos corresponde; perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos dejes caer en la tentación”) están íntimamente ligadas con la petición de santificar el Nombre de Dios. ¿Por qué? La Iglesia nos ensena que Dios es todopoderoso (omnipotente) y omnipresente entre otros muchos atributos que Él tiene.  Nuestra santidad como hijos de Dios no es nuestra santidad propiamente hablando.  Participamos de la Santidad de Aquel quien es plena y eterna Santidad. 
Pedir a Dios nuestro diario alimento (y todo lo que necesitamos) es reconocer que todo lo recibimos por la bondad infinita y eterna de Dios.  La familia (la vida) es don de Dios.  El trabajo (y cada superación en este)  es don de Dios.  Quién mejor que Dios para perdonar nuestras desobediencias al mismo Dios.  Teniendo en cuenta que se nos perdona en tanto y cuanto hayamos perdonado del corazón (y olvidando) a quienes nos han ofendido (ver Mt. 5, 23–24).  La tentación como tal no es pecado.  La tentación es siempre anterior al pecado. El pecado es el consentimiento de la tentación.  Esto es una verdad contenida en las Sagradas Escrituras: “De hecho, ustedes todavía no han sufrido más que pruebas muy ordinarias. Pero Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas. En el momento de la tentación les dará fuerza para superarla” (1Cor. 10, 13).  No importa cuán pequeña o grande sea (o parezca ser) la tentación siempre debemos combatirla con la oración.  Para esto (y mucho más) la oración del Padre Nuestro no viene mal.
En la segunda parte de este texto evangélico Jesús nos muestra que junto a la oración es necesaria la confianza en especial la fe en ese Dios Todopoderoso.  “Pues bien, yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y les abrirán.  Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llame a la puerta se le abrirá” (Lc. 11, 9–10).  Basándose en esta misma fe San Pablo (Col. 2, 12–14)  nos afirma que por la fe en Jesucristo y mediante la ablución y lavatorio que nos da el Bautismo hemos resucitado a una vida nueva singular en el amor de Dios.  Quien nos dio a su Hijo Único para nuestra salvación.  Por eso hemos de creer en el Dios que resucitó a Jesús, quien es garantía verdadera y firme esperanza para nuestro caminar cristiano.
La oración del Padre Nuestro que nos brinda San Lucas en su evangelio es el mejor resumen de la vocación y de la causa por la que Jesús vivió y dio la vida.  Sentir a Dios como un “papá bueno”, y sentirnos hermanos en Jesús de Nazaret el hijo más querido, pedir y luchar para que llegue su reinado –un mundo nuevo y mejor- pedir el pan y el perdón y comprometerse a realizar su proyecto de vida amorosa debiera ser la meta de los cristianos.  El mensaje de Jesús es uno lleno de amor por ende su oración fue una también espejo del amor entre Padre e Hijo y viceversa.  De esta forma estamos llamados a llevar una vida de oración donde el amor de Dios hacia nosotros sea un testimonio vivo para el beneficio de los demás.  ¡Así nos ayude Dios!


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