El tratado sobre la
oración más sencillo y a la vez tan profundo lo encontramos en el evangelio de
este domingo (Lucas 11, 1-13). Lo
podríamos dividir en dos partes este texto lucano. Primero, lo que tenemos que decir. Si observamos bien son palabras sencillas
pero de gran contenido y significado.
Segundo, la aplicación práctica sobre la fe que debemos poner en la
oración.
El término en
hebreo que se usa para la palabra padre es “Abba”
y esta significa papá bueno o papito bueno.
Luego de esto nos dice Jesús que santifiquemos su nombre. Cuando oramos "santificado sea tu nombre", lo primero que hemos de entender
es el significado de esas palabras "santificado
sea". Con esta expresión
simplemente estamos pidiendo que Dios sea santo. Tenemos pues que santificar a Dios es pues
alabarle, bendecirle, proclamar su gloria.
En otras palabras al santificar el nombre de Dios estamos pregonando las
maravillas únicas e inigualables de la acción de Dios sobre este mundo y todos los
seres humanos. Esto fue lo que hizo la
Virgen María en el Magníficat (ver Lc. 1, 46–55) especialmente cuando nos dice:
“El Poderoso ha hecho grandes cosas por
mí: ¡Santo es su Nombre! Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos
aquellos que viven en su presencia” (Lc. 1, 49–50).
Las primeras
palabras usadas por Jesús (y por Juan Bautista previo a Él) en su predicación
(vida pública) fueron “arrepiéntanse porque el Reinos de Dios ya está cerca” (ver
Mt. 4, 17 y Mc. 1, 15). Este Reino
comienza, por lo tanto, con la Venida de Jesús de Nazaret y su Anuncio del
mismo (Mc. 1, 15). Llega a su culminación en el momento de su Resurrección
gloriosa (la Pascua), y alcanzará su plenitud cuando nosotros estemos
resucitados con Él en un Universo renovado (nueva creación). La Venida del Reino implica una actitud de
vigilancia, de “estar despierto”, de
acogida, de apertura de corazón y de mente (ver Ap. 3, 20), ya que este Reino
está constantemente viniendo hasta que lo haga en plenitud, y sería
desconsolador pensar que el mismo haya pasado delante de nosotros sin que le
hayamos abierto la puerta. No sabemos
cuándo volverá a pasar (ver Cantar 3, 1–2) por eso debemos estar en alerta.
Las últimas tres
peticiones (“danos cada día el pan que
nos corresponde; perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros
perdonamos a todo el que nos debe; y no nos dejes caer en la tentación”)
están íntimamente ligadas con la petición de santificar el Nombre de Dios. ¿Por
qué? La Iglesia nos ensena que Dios es todopoderoso (omnipotente) y omnipresente
entre otros muchos atributos que Él tiene.
Nuestra santidad como hijos de Dios no es nuestra santidad propiamente
hablando. Participamos de la Santidad de
Aquel quien es plena y eterna Santidad.
Pedir a Dios
nuestro diario alimento (y todo lo que necesitamos) es reconocer que todo lo
recibimos por la bondad infinita y eterna de Dios. La familia (la vida) es don de Dios. El trabajo (y cada superación en este) es don de Dios. Quién mejor que Dios para perdonar nuestras
desobediencias al mismo Dios. Teniendo
en cuenta que se nos perdona en tanto y cuanto hayamos perdonado del corazón (y
olvidando) a quienes nos han ofendido (ver Mt. 5, 23–24). La tentación como tal no es pecado. La tentación es siempre anterior al pecado. El
pecado es el consentimiento de la tentación.
Esto es una verdad contenida en las Sagradas Escrituras: “De hecho, ustedes todavía no han sufrido
más que pruebas muy ordinarias. Pero Dios es fiel y no permitirá que sean
tentados por encima de sus fuerzas. En el momento de la tentación les dará
fuerza para superarla” (1Cor. 10, 13).
No importa cuán pequeña o grande sea (o parezca ser) la tentación
siempre debemos combatirla con la oración.
Para esto (y mucho más) la oración del Padre Nuestro no viene mal.
En la segunda parte
de este texto evangélico Jesús nos muestra que junto a la oración es necesaria
la confianza en especial la fe en ese Dios Todopoderoso. “Pues
bien, yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta
y les abrirán. Porque todo el que pide
recibe, el que busca halla y al que llame a la puerta se le abrirá” (Lc.
11, 9–10). Basándose en esta misma fe
San Pablo (Col. 2, 12–14) nos afirma que
por la fe en Jesucristo y mediante la ablución y lavatorio que nos da el
Bautismo hemos resucitado a una vida nueva singular en el amor de Dios. Quien nos dio a su Hijo Único para nuestra
salvación. Por eso hemos de creer en el
Dios que resucitó a Jesús, quien es garantía verdadera y firme esperanza para
nuestro caminar cristiano.
La oración del
Padre Nuestro que nos brinda San Lucas en su evangelio es el mejor resumen de
la vocación y de la causa por la que Jesús vivió y dio la vida. Sentir a Dios como un “papá bueno”, y sentirnos hermanos en Jesús de Nazaret el hijo más
querido, pedir y luchar para que llegue su reinado –un mundo nuevo y mejor-
pedir el pan y el perdón y comprometerse a realizar su proyecto de vida amorosa
debiera ser la meta de los cristianos.
El mensaje de Jesús es uno lleno de amor por ende su oración fue una también
espejo del amor entre Padre e Hijo y viceversa.
De esta forma estamos llamados a llevar una vida de oración donde el
amor de Dios hacia nosotros sea un testimonio vivo para el beneficio de los
demás. ¡Así nos ayude Dios!
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