La Iglesia que es sabia
por obra del Espíritu Santo nos propone domingo tras domingo textos bíblicos
que nos ayudan a recargar las “baterías”
del alma y del espíritu. Aunque estas
(por rezones pastorales) la mayor parte del tiempo suelen darse en dos
tonalidades (temas) distintas. Uno de
los pocos domingos del año donde las lecturas (1ra, 2da & evangelio) poseen
un tema unísono es este domingo. Hoy
vamos a ver que la liturgia por medio de la Sagrada Escritura nos propone como
llevar una acertada coherencia en torno al tema de los bienes.
La primera lectura
(Eclesiastés [o Qohelet] 1, 2; 2, 21-23) nos presenta la incertidumbre y la volatilidad
de la vida humana. Este libro forma
parte de un itinerario que se va iluminando lentamente buscando superar las dudas
y dificultades. Es un libro que hay que tener
mucho cuidado al leerlo dado su género literario muy peculiar conocido como la diatriba. La diatriba, (del griego clásico “diatribé”) es un discurso hablado o conferencia. Este suele ser un escrito “impetuoso” dirigido contra personas o
grupos sociales. En el caso del Qohelet (como es más común llamarle a este
libro del Antiguo Testamento) iba dirigido en contra la cultura helenística griega
de esa época (siglo III a.C.). Este
pretendía desvelar las incógnitas de la “sabiduría
helenística” y los apegos a los bienes materiales. Cualquier similitud con la sociedad hoy en
día no es mera coincidencia.
La Epístola a los Colosenses
(3, 1-5. 9-11) nos muestra la nueva vida en Cristo en respecto a las exigencias
que se desprenden del compromiso cristiano.
Por eso San Pablo nos exhorta a buscar los bienes de arriba a ejemplo
evidentísimo del mismo Cristo.
No podríamos y nos
debemos preguntar ¿Qué es ser rico al estilo de Dios (o lo divino)? Lo contrario a esto que sería ser rico como
los hombres es exhibir las riquezas o como nos dice el evangelio acumular en
los graneros. Es contar con mucho
dinero, muchas propiedades, muchos bienes para impresionar a los demás. Pero Dios no se impresiona con estas cosas
nos dice en el Salmo 50 (49 en la numeración litúrgica) sobre este Dios que no
se impresiona y que le dice al pecador que no se satisface con sus sacrificios:
“Si tuviera hambre, no te lo diría, pues
mío es el orbe y lo que encierra” (Salmo 50, 12).
Para seguir dando
luz a la respuesta de esta pregunta vemos como Pablo nos dice: “Por lo tanto, hagan morir en sus miembros
todo lo que es terrenal: la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los
malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría”
(Colosense 3, 5). Más adelante nos dice:
“Porque ustedes se despojaron del hombre
viejo y de sus obras, y se revistieron del hombre nuevo, aquel que avanza hacia
el conocimiento perfecto, renovándose constantemente según la imagen de su
Creador” (Colosense 3, 9–10). Por
eso el compromiso bautismal, que adquirimos todos los cristianos, nos debe
llevar a no hacer distinciones; judíos o cristianos (o cualquier otra creencia
religiosa para el caso), esclavo o libre porque todos hemos sido creados a imagen y semejanza de
Dios.
Ser rico al estilo
de Dios es ser colmadamente su imagen hasta llegar a conocerlo. Estas dos frases nos pueden parecer algo misteriosas,
lo que ocurre es que uno pasa tan veloz y fugaz sobre ellas, que tal vez no nos
damos entramos en razón de esto. Se
presume que uno primero conoce a Dios y luego nos vamos haciendo imagen de Él. ¿De cuál conocimiento nos habla San Pablo
aquí? No es el conocimiento que esta al
iniciar el caminar cristiano, por el cual vamos descubriendo como Dios obra en
nuestras vidas. Por el contrario Pablo
nos habla aquí de un conocimiento que corresponde
como a conocer a Dios por dentro. Ser rico al estilo de Dios no es tener nada de lo que Dios ha
creado, más bien en cierta forma, poseerlo a Él, morar dentro de Él, saber y
vivir cómo es Él, la plenitud del Amor.
Esto es vivir en la santidad (la-mejor-versión-de-nosotros-mismos)
porque para eso hemos sido creados.
Cuando vivimos así
podemos decir como el Salmo 89: “Señor,
tú has sido nuestro refugio de generación en generación”, porque
reconocemos la grandeza de Dios y la vez otros pueden ver y conocer la grandeza
de Dios en nuestras vidas. Vivir así (en
santidad) hace que el “amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos” ya deja de ser meros
mandamientos sino que se vuelven parte intrínseca y fundamental del ADN (los
más profundo e interior) del ser cristianos.
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