El texto evangélico (Lucas 10, 25–37) de
este domingo es uno de los mas que nos llama al verdadero compromiso
cristiano. Nos podríamos cuestionar:
¿Cuál es o debe ser el verdadero compromiso cristiano? Desde hace varios domingos el evangelio (de
San Lucas) nos ha llamado a ser discípulos y a ser misioneros. El verdadero discípulos no solo aprende de su
maestro sino asume la forma de ser y actuar del maestro.
El misionero o sea aquel quien es enviado, no solo predica y dice las cosas que aprendió de su maestro sino que además con su testimonio de vida convence a otros a ser discípulos y misioneros de Aquel que lo envió. En este contexto vamos a ver que el verdadero compromiso cristiano consiste en ser discípulos y misioneros. Esto hay que comenzar a asumirlo desde lo más simple y elemental que son la familia y la comunidad (parroquial y eclesial) a la cual pertenecemos. En cierto sentido podríamos ver el evangelio de hoy como conclusión de los evangelios de los dos pasados domingos.
El misionero o sea aquel quien es enviado, no solo predica y dice las cosas que aprendió de su maestro sino que además con su testimonio de vida convence a otros a ser discípulos y misioneros de Aquel que lo envió. En este contexto vamos a ver que el verdadero compromiso cristiano consiste en ser discípulos y misioneros. Esto hay que comenzar a asumirlo desde lo más simple y elemental que son la familia y la comunidad (parroquial y eclesial) a la cual pertenecemos. En cierto sentido podríamos ver el evangelio de hoy como conclusión de los evangelios de los dos pasados domingos.
En la primera lectura (Deuteronomio 30,
10-14) vamos ver que Dios no pide cosas imposibles. Dios no nos mandara nada que sea superior a
nuestras fuerzas. Obedecer a Dios es de
por si la opción más fácil para nosotros los seres humanos que (y porque) somos
hijos de Dios. Para que esto sea
posible primero nuestra disposición debe ser sincera. Dios llega y obra en las vidas de aquellos
así lo quieren. El autor bíblico nos
deja saber bien claro que el mandamiento o la (su) palabra (como suelen decir
otras traducciones bíblicas) están a nuestro alcance; en nuestra boca y nuestro
corazón (ver Dt 30, 14) para poder cumplirlo.
En otras palabras podemos decir el mandamiento de amar a Dios y al
prójimo como a nosotros mismo es algo que está en nuestra capacidad y que
podremos lograr ya que Dios lo ha puesto en nuestro corazón. Jocosamente podríamos decir que nuestras “baterías (del corazón) vienen incluidas.”
Entonces hay que preguntar ¿Quién es mi
prójimo (próximo)? Mi prójimo es aquel
que llega sin permiso a mi vida y me invita a obrar como Dios ha obrado con él o
ella. Hay que ir entonces al evangelio
de hoy (Lucas 10, 25–37). Este texto
neotestamentario comienza con una interrogación (para ponerlo a prueba) de
parte de un doctor de la ley (posiblemente un escriba) a Jesús. Este escriba le cuestiona a Jesús ¿qué hay
que hacer para ganarse la vida eterna?
Jesús le contesta con una pregunta no solo para ver cuánto sabía el
escriba sino más bien para que este se contestara así mismo (Lc. 10,
25–26). Nuestro interrogante (el
escriba) citando a Deuteronomio (6, 5) y al Levítico (19, 18) le da la
respuesta a Jesús que hay que amar a Dios sobre todas las cosas y hay que amar
al prójimo como a nosotros mismos. La
respuesta de Jesús citando (indirectamente) también al Antiguo Testamento nos
dice “Ustedes cumplirán mis preceptos y
mis leyes, porque el hombre que los cumple vivirá gracias a ellos”
(Levítico 18, 5). Jesús le dice al
doctor de la ley: “Has respondido
exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida” (Lc 10,
28).
El evangelio de hoy nos propone el
interrogatorio e interpelación que todos nos cuestionamos en esta vida. Como nos dice San Mateo en su evangelio de
estos dos mandamientos (amar a Dios y al prójimo) se fundamenta la Ley y los
Profetas (ver Mt. 22, 40). Esto nos deja
ver la importancia y transcendencia de estos dos mandamientos. Jesús conocía como nos decía el libro del
Deuteronomio que los mandamientos (la Ley) antes de escribirse ha estado y está
en el interior (corazón) del ser humano.
Esto nos hace capaces de cumplir las leyes de Dios para el hombre. Quien no lo hace es porque no quiere. Pueden ser infinitas las excusas pero sin
importar cuán grande son las situaciones y pruebas en nuestras vidas Dios
siempre nos da la capacidad cumplir sus mandamientos. Cumplir los mandamientos se traduce en vivir
en el amor a Dios y a los hermanos. La
Palabra de Dios está cerca de nosotros, para que la pongamos en práctica. Sin embargo, el hombre no la pondrá en
práctica antes de haber recibido la “circuncisión
del corazón.” Yavéh circuncidará tu corazón (6), o sea, lo hará santo y
puro. “Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu
nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de
carne. Pondré dentro de ustedes mi
Espíritu y haré que caminen según mis mandamientos, que observen mis leyes y
que las pongan en práctica” (Ez 36,26-27).
Los mandamientos no son superiores a nuestras fuerzas. La obediencia a la voluntad de Dios es de por
sí el camino más natural para el hombre que es sencillo y humilde de corazón.
Este texto de San Lucas continua con la
famosa “Parábola del Buen Samaritano.” Para poder entender este texto hay que
conocer el contexto histórico y cultural.
Samaria fue una antigua ciudad en la Tierra de Israel fue la capital del
Reino de Israel (o Reino del Norte) en el siglo noveno al siglo octavo antes de
Cristo (a.C.) este (Reino del Norte o Israel) se dividió de Judá tras la muerte
de Salomón. Alrededor del 920 a.C.,
Jeroboam lideró la rebelión de las tribus norteñas estableciendo el reino de
Israel (ver I Reyes). Aproximadamente en
el año 720 a. C., este reino fue conquistado por el imperio asirio. Tras este acontecimiento histórico es que
surge la expresión de la “Tribus perdidas
de Israel” (10 tribus del norte). Entre
Samaria y Judá (Judea) ha surgido (y sigue actualmente) un cierto odio y
resentimiento por cuestiones religiosas y culturales. Los judíos consideraban a los samaritanos
como impuros porque se mezclaron con los asirios quienes eran paganos y por
ende ellos (los samaritanos) eran considerados paganos.
Indirectamente San Lucas nos deja ver esta
indiferencia de parte de los judíos contra los samaritanos. Cuando Jesús le pregunta al doctor de la ley:
“¿cuál de estos tres se hizo el prójimo
del hombre que cayó en manos de los salteadores? El maestro de la Ley contestó: ‘El que se
mostró compasivo con él’” (Lc. 10, 36–37).
No le respondió “el samaritano fue
el prójimo” sino más bien lo nombro por la acción que llevo a cabo “El que se mostró compasivo con él.” A pesar de esta diferencia
(religiosa-cultural) este maestro de la ley tuvo que reconocer la obra de
misericordia que el samaritano había realizado por el hombre herido.
Esta parábola nos enseña que la diferencias
de grupos especialmente al menospreciar a otros por su nación, condición social
y como se dice muy justamente, ni por diferencia en sexo, es en todo sentido de
la palabra es anticristiano o está en contra de las enseñanzas cristianas. San Juan Pablo II (quien será canonizado con
toda probabilidad, antes de fin de año) solía decir: “todo hombre es mi hermano.”
En similar forma Santo Domingo de Guzmán (fundador de la Orden de los
Predicadores o los Dominicos como es conocida) decía: “no puedo estudiar sobre pieles muertas, mientras los hombres, mis
hermanos, se mueren de hambre.” De
esta forma podemos entender que la santidad (la-mejor-versión-
de-nosotros-mismos) a la cual todos los bautizados somos llamados no es vivir
de forma estéril e ineficaz. Por el
contrario la santidad implica vivir reconociendo y actuando bondadosa y
benévolamente en favor de los más necesitados.
La santidad es como el “verbo”
que lleva la acción de la oración. Es
por eso que el verdadero “buen
samaritano(a)” debe de estar consciente que la vida del cristiano es vivir
en santidad por ende que es vida en el
amor (caridad = amor hecho acción) a Dios y al prójimo. Como nos dice Santiago en su carta que hay
que demostrar la fe con nuestras acciones.
Esas acciones por las cuales demostramos nuestra fe es el amor puesto en
práctica.
Demos gracias a Padre, porque no andamos
solos por la vida, ni marchamos a la deriva, perdidos en la niebla del
aislamiento o la soledad que nos empobrece. Su presencia constante a nuestro lado,
presencia palpable y sensible en su Hijo hecho carne por nosotros y para
nuestra salvación. Esa presencia se
hace actual y presente por tantos samaritanos y samaritanas que nos estrechan
en sus brazos de amor. Un amor que está
comprometido bautismalmente y que
arduamente siguen las huellas de Cristo.
Estos y estas saben cambiar desinteresadamente el camino de sus vidas
para ofrecer sus servicios a los necesitados.
La pregunta (para reflexionar en oración personal quizás en casa) ¿entre
estos (y estas) buenos samaritanos(as) estamos tu y yo?
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