5 de julio de 2013

Ser misioneros un llamado a sembrar y a cosechar… Domingo Decimocuarto del Tiempo Ordinario – Ciclo C

El libro del profeta Isaías o el tercer Isaías como es conocido (Is. 66, 10–14) nos muestra la alegría del pueblo de Israel cuando contempla su renacer después de todas las amarguras del destierro.  Este usa  la figura del parto y los hijos recién nacidos que necesitan de la madre para mamar de sus pechos y recibir así sus consolaciones.  Hay otra figura y analogía que es muy interesante también.  De la misma forma que la madre teniendo a sus criaturas entre sus brazos y sentándolos sobre las rodillas los acariciarán consuela a sus hijos Dios también nos consolará.
Aquí hay una promesa importante y transcendental y de la cual nosotros también somos participes y es la promesa de la paz.  Esta promesa fue eco fundamental y radical en las voces de los profetas en el Antiguo Testamento.

Es muy conveniente conocer cuál era la misión primordial de los profetas.  En primer lugar tenían el cometido de denunciar los pecados (del rey y del pueblo) y los males sociales que estos acarreaban.  Esto antes mencionado no solamente era su función como profetas.  Además de esto estaban llamados de una forma u otra a educar en la esperanza al pueblo de Dios. 
Ejemplo de esto podríamos utilizar al profeta Jeremías.  Podríamos decir Jeremías se sentía impotente ante un pueblo que marchaba por un camino que lo llevaba a la ruina.  Él fue un profeta de denuncia, de crisis y de lamentos, lo es también y sobre todo, profeta de la esperanza.  Según la óptica de Jeremías, su Dios está deseando volver a ser el Dios del pueblo que el mismo escogió.  Ser el amor de su intimidad compartida y la esperanza de futuro.  Jeremías quiere tocar el corazón de los seres humanos este es sin duda alguna el único lugar donde se origina una transformación de verdad.



Hoy el Evangelio de San Lucas (Lc. 10, 1–12, 17–20) nos muestra la misión exitosa que Jesús les encomienda a los setenta y dos discípulos.   Este acontecimiento es solo mencionado por San Lucas.  Hay tres momentos fundamentales en este texto misionero.  Estos son él envió, la tarea misionera y el gozo balanceado por el éxito de la misión.   Sobre este último cabe mencionar que Jesús orienta a los discípulos sobre que deben estar alegres y gozosos.  “Alégrense no porque los espíritus se someten a ustedes, sino más bien porque sus nombres están escritos en los cielos” (Lc. 10, 20).
Estos tres momentos sintetizan la vida de la Iglesia.  En Resucitado envía Pedro y los demás apóstoles (junto a los primeros discípulos) a anunciar la Buena Nueva (Evangelio) de Salvación.   Desde este instante hasta el presente la Iglesia continúa con la mandato misionero de Jesús viviendo la vida cristiana siendo peregrinos o caminantes en este mundo.  La Iglesia transciende toda realidad de este mundo.  La Iglesia también habita en el Cielo o sea ante la presencia beatísima y eterna del Dios que es Uno y Trino.  El Cielo es llamado la “Nueva Jerusalén” o “Jerusalén Celestial” (ver Apoc. 21, 9–27).  Jerusalén es considerada una ciudad sagrada por tres de las religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam.
Cuando escuchamos las palabras “misa” y “misión” ¿Qué nos viene a la mente?  Podríamos decir que lo primero que viene a nuestro pensamiento es que son similares estas dos palabras.  La razón de esto es que su raíz o significado etimológico (origen de las palabras) es el mismo el de “ser enviados.”  En el caso de la palabra misa; cuando finaliza la Santa Eucaristía el sacerdote nos despide con la siguiente frase: “pueden irse en paz.”  En latín esta expresión se dice: “ite missa est.”  Es de ahí que a esta gran celebración de la Eucaristía, según nos ensena el Concilio Vaticano II, que es el centro y culmen de la vida cristiana también le llamamos la Santa Misa.
¿Para qué ser bien percibidos en lo humano si no puedo gloriarme en la cruz de Cristo?  En la despedida de su carta a los Gálatas, San Pablo de manera muy resumida ratifica dos de sus temas favoritos.  La salvación que no se nos da por la ley, y el hombre en Cristo es una nueva criatura (nueva creación).  Circuncidarse o no circuncidarse no es lo primordial.  Lo fundamental es renacer como nueva criatura.  El mundo de la ley ha expirado.  Ya no hay diferencia entre judíos y paganos.  Ya no hay circuncisos e incircuncisos, lo único que cuenta es el hombre nuevo, el hombre que es capaz de superar la tragedia del pecado y por medio de la Resurrección de Jesús, poder llegar a ser una persona nueva en el Amor infinito de Dios.
Jesús habla de una cosecha.  Los discípulos no fueron enviados como sembradores más bien como encargados de recoger la mies (cosecha) que es “mucha.”  ¿Quiénes la sembraron?  Puede entenderse que Cristo está aludiendo a lo que sembraron los patriarcas y profetas.  Además en términos generales todo que se sembró en el Antiguo Testamento.
La misión no será fácil; debe llevarse a cabo en medio de la necesidad, sin mochilas ni suministros.  La misión es imperiosa y nada puede limitarla, por eso no pueden detenerse a saludar durante el camino; tampoco los discípulos deben obligar a nadie para que los escuchen pero sí hay un deber y responsabilidad de anunciar la proximidad del Reino.  Este tipo de evangelización es siempre actual.  Ciertamente es una tarea difícil si queremos ser fieles al evangelio de Jesús.  Muchas veces por una falsa concepción de la inculturación se hacen condescendencias o favores que van contra de la naturaleza del evangelio.

Hoy en día podemos decir que somos cosechadores y sembradores.  Cosechamos lo que otros sembraron como lo podría ser la justicia, el amor y la paz.  Pero también tenemos la misión de sembrar (justicia, amor y paz entre otros frutos) para que otros en el futuro (próximo o lejano) puedan recolectar la mies.  Que María Madre de Dios y de la Iglesia que su supo cosechar excelsamente el amor de Dios interceda por nosotros en esta gran misión que Jesús nos da evangelizar a todo el mundo.  ¡Que así sea!

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