23 de febrero de 2014

¡La santidad que obra por él amor y según el amor de Dios! Séptimo Domingo Tiempo Ordinario – Ciclo A

Levítico 19, 1-2. 17-18: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Salmo Responsorial 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
1 Corintios 3, 16-23: Todo es de ustedes, ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios.
San Mateo 5, 38-48: Amen a sus enemigos.
La santidad es querer ser y actuar como Dios sin ser dioses.  Antes de continuar nuestra lectura pensemos por un instante en esa primera oración.  ¿Qué implica el querer ser y el actuar?  Sin duda alguna en primer lugar conlleva tener la voluntad y por ende la libertad para realizarlo.  En segundo término comprende comenzar a cumplirlo. En tercera instancia se nos dice que la santidad implica no ser dioses y más aún vivir solo para Dios.

Como podemos apreciar por la Palabra de Dios que nos propone hoy la liturgia el tema central es la santidad.  En muchas ocasiones he insistido que no podemos dar lo que no tenemos.  Conviene entonces conocer unos elementos básicos sobre lo que es la santidad.  Primero veamos el significado y los contextos que tiene esta palabra santidad.  Esta es una palabra que nos viene del hebreo “Kiddushin”  cuyo significado literalmente es “sacar aparte” y además se emplea como el esponsal o compromiso matrimonial.
En el Antiguo Testamento y en tiempo de Jesús vemos como el Templo de Jerusalén estaba aparte de los demás edificios de la ciudad.  De igual forma podemos apreciar que la clase o casta sacerdotal estaba aparte de las demás profesiones del pueblo de Israel.  Siguiendo la comparación podemos decir que los cristianos somos sacados aparte de este mundo para vivir como Cristo.
El otro contexto en que se usa la palabra hebrea “Kiddushin” es el de esponsal o compromiso matrimonial.  Nos podríamos preguntar ¿Qué tiene que ver el esponsal o compromiso matrimonial con la santidad?  En realidad tiene que ver mucho.  San Pablo nos habla de la Iglesia como la novia o desposada de Cristo (ver 2Cor. 11, 2).  De igual forma San Juan nos habla de las Bodas del Cordero (ver Apoc. 19, 6–8).  El
Apóstol Pablo además nos enseña cuan entregada y amorosa debe ser la relación matrimonial (ver Ef. 5, 23–33) y esta la pone bajo el cristal de la relación de amor de Cristo para con la Iglesia. 
¡Aquí está el detalle! De la misma forma que el matrimonio implica un trato amoroso constante así también la santidad envuelve el vivir en esa relación de amor con Dios.  Una relación de amor que tiene que trascender hacia todo el prójimo.  Por eso cuando le preguntan a Cristo cual es el mayor de los mandamientos El respondió “Amaras al Señor tu Dios con toda tu alma y con todo tu corazón” y luego dice que el segundo es similar al primero “Amaras a tu prójimo como a ti mismo” (ver Mt. 22, 34–40).  Este es el fundamento de la Ley y los Profetas en otras palabras este es el cimiento de la Alianza (antigua y nueva) de Amor para con nosotros, y este es la razón de toda su Palabra Divina.
La primera lectura nos pone bajo relieve el contexto de la santidad.  De esta lectura podemos entablar una moralidad o sea el discernimiento entre el bien y mal que realizamos y cuyo fundamento es el mismo Dios.  Por eso Dios respeta nuestra libertad pero nuestra libertad siempre debe actuar para el bien porque de lo contrario sería abuso de la libertad o sea libertinaje.
En este mismo contexto de la llamada a la vida de santidad que Dios nos hace desde nuestro bautismo la segunda lectura nos recuerda que somos templos vivos de Dios, de su Santo Espíritu.  En este sentido el Apóstol de los Gentiles nos llama a realizar un examen de conciencia.  Esto es en otras palabras vivir el proceso diario de conversión para buscar a mejorar día a día.
Siguiendo la misma línea de pensamiento de la primera lectura el evangelio de hoy nos reta a amar y llegar hasta el extremo de amar a nuestros enemigos.  Esto sin duda alguna esta es la gran novedad del Evangelio.  Al realizar esto nos dice Jesús que seremos verdaderos hijos de Dios.  Vemos aquí que Jesús nos presenta a la filiación divina (el ser hijos de Dios) como una gran exigencia.  O sea nos llama a ser hijos de Dios con deberes y responsabilidades pero sobretodo con el gran beneficio del amor de Dios.  Este gran beneficio del amor divino hacia nosotros es lo que nos hace reconocer la compasión y misericordia del mismo Dios como nos recuerda el salmo responsorial.  En este sentido la santidad supone obrar por él amor y según el amor de Dios con todos y para con todos.   

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