15 de septiembre de 2014

¡La humildad y el amor de Cristo sellos del aroma salvífico y redentor del Hijo por su acto de obediencia y Amor Infinito al Padre!

Este domingo (septiembre 14, 2014) la Iglesia celebró la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.  En mi reflexión anterior (Exaltación de la Santa Cruz) expliqué algo de su historia y el porqué de esta celebración litúrgica.  El Evangelio que fue proclamado ese día fue el de San Juan (3, 13-17).  En este texto hay dos cosas fundamentales que Jesús nos deja que son de vital importancia a la hora (en todo momento) de tener que vivir este texto joánico.   Estos son la humildad y el amor de Cristo.

Para poder entender estas dos virtudes: la humildad y el amor en Cristo Jesús voy a usar la siguiente analogía o comparación.  El Papa Pablo VI nos dejó una muy bella expresión que nos dice: “si quieres paz lucha por la justicia.”  Esta dos virtudes y dones son inseparables.  Una no puede funcionar sin la otra.  Así también sucede con la humildad y con el amor (o caridad que es el amor hecho acción).  Para que el amor sea verdadero y sincero debe estar “bañado o rociado” grandemente de la humildad.
Se sabe que la cruz era la clásica herramienta para la pena de muerte del Imperio Romano.   La cruz era signo de escándalo, ignominia y vergüenza en tiempo de Jesús (y aun desde antes de la Encarnación de Jesucristo).  Pero San Pablo nos enseña el valor inigualable que cruz adquirió por Jesús para el beneficio espiritual de los cristianos ya que Cristo se humilló a sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas (ver Filipenses 2, 6-11).  Para comprender el contexto de este himno cristológico es muy recomendable de leer los cinco versículos (Filipenses 2, 1-5) que anteceden a este texto paulino.
Veamos que cuando Jesús les anuncio lo que debía suceder a Él (ver Mt. 16, 21-23; Mt. 17, 22-23; Mt. 20, 17-19) los apóstoles y la primera generación (testigos oculares) de discípulos solo oyeron lo de su pasión y su muerte.  Pero no supieron captar que también les decía que había de resucitar.  Ejemplo de esto lo escuchamos hace varias semanas atrás cuando Pedro llamo (o llevo) a solas a Jesús y le dijo que (como decimos en Puerto Rico): “Dios te libre en decir eso” o sea que no lo permita Dios.  Y sabemos que Jesús reprendió a Pedro con mucho ímpetu (ver Mc. 8, 33).
Otra razón era que entre los discípulos de Jesús había personas de las distintas corrientes religiosas o políticas de Judea en tiempo de Jesús.   Los saduceos negaban la resurrección, sus contrarios por su parte creían en está, y estos eran los fariseos.   Otro grupo separados de los anteriores fueron los esenios, los cuales no creían en la resurrección del cuerpo.
Podemos decir con gran aire de seguridad que Jesús tenía discípulos que pertenecieron a estas tendencias religiosas y/o políticas de la época del Maestro.  Por ende algunos de estos creían en la resurrección y otros no.
Al Jesús anunciar también su resurrección nos estaba dando (por así decirlo) un boleto de valor incalculable para el concierto que le da la esperanza a nuestra vida espiritual.  Recordemos que no puede haber esperanza sin su hermanita que llamamos Fe.  Podemos decir que la Fe y la Esperanza son dos hermanas que van tomadas de la mano y que nunca se pueden separar en el Camino que llamamos vida cristiana.
Como consecuencia lógica podemos decir que no puede haber resurrección sin la muerte.  En este sentido la muerte se convierte en esa pascua (paso) que nos ha de llevar a la resurrección.  Ya Cristo nos dio la antesala de lo que nos ha de suceder siempre y cuando vivamos tal como Cristo vivió.  Esa es mi fe y mi esperanza. 

“María Madre de nuestro Salvador y Redentor intercede por nosotros (o sea por toda la humanidad) para que un día mis hermanos(as) y yo pasemos de la muerte a la resurrección y llegar ante la Presencia Infinita y Beatifica de Dios Todopoderoso.  Amén.”

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