Este domingo (septiembre 14, 2014) la Iglesia celebró
la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
En mi reflexión anterior (Exaltación
de la Santa Cruz) expliqué algo de su historia y el porqué de esta celebración
litúrgica. El Evangelio que fue
proclamado ese día fue el de San Juan (3, 13-17). En este texto hay dos cosas fundamentales que
Jesús nos deja que son de vital importancia a la hora (en todo momento) de
tener que vivir este texto joánico.
Estos son la humildad y el amor de Cristo.
Para poder entender estas dos virtudes: la humildad y
el amor en Cristo Jesús voy a usar la siguiente analogía o comparación. El Papa Pablo VI nos dejó una muy bella expresión
que nos dice: “si quieres paz lucha por la justicia.” Esta dos virtudes y dones son inseparables. Una no puede funcionar sin la otra. Así también sucede con la humildad y
con el amor (o caridad que es el amor hecho acción). Para que el amor sea verdadero y
sincero debe estar “bañado o rociado” grandemente de la humildad.
Se sabe que la cruz era la clásica herramienta para la
pena de muerte del Imperio Romano. La
cruz era signo de escándalo, ignominia y vergüenza en tiempo de Jesús (y aun
desde antes de la Encarnación de Jesucristo).
Pero San Pablo nos enseña el valor inigualable que cruz adquirió por
Jesús para el beneficio espiritual de los cristianos ya que Cristo se humilló a
sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas (ver Filipenses 2, 6-11). Para comprender el contexto de este himno
cristológico es muy recomendable de leer los cinco versículos (Filipenses 2,
1-5) que anteceden a este texto paulino.
Veamos que cuando Jesús les anuncio lo que debía
suceder a Él (ver Mt. 16, 21-23; Mt. 17, 22-23; Mt. 20, 17-19)
los apóstoles y la primera generación (testigos oculares) de discípulos solo
oyeron lo de su pasión y su muerte. Pero
no supieron captar que también les decía que había de resucitar. Ejemplo de esto lo escuchamos hace varias
semanas atrás cuando Pedro llamo (o llevo) a solas a Jesús y le dijo que (como
decimos en Puerto Rico): “Dios te libre en decir eso” o sea que no lo permita
Dios. Y sabemos que Jesús reprendió a
Pedro con mucho ímpetu (ver Mc. 8, 33).
Otra razón era que entre los discípulos de Jesús había
personas de las distintas corrientes religiosas o políticas de Judea en tiempo
de Jesús. Los saduceos negaban la
resurrección, sus contrarios por su parte creían en está, y estos eran los
fariseos. Otro grupo separados de los
anteriores fueron los esenios, los cuales no creían en la resurrección del
cuerpo.
Podemos decir con gran aire de seguridad que Jesús
tenía discípulos que pertenecieron a estas tendencias religiosas y/o políticas
de la época del Maestro. Por ende algunos
de estos creían en la resurrección y otros no.
Al Jesús anunciar también su resurrección nos estaba
dando (por así decirlo) un boleto de valor incalculable para el concierto que
le da la esperanza a nuestra vida espiritual.
Recordemos que no puede haber esperanza sin su hermanita que llamamos
Fe. Podemos decir que la Fe y la
Esperanza son dos hermanas que van tomadas de la mano y que nunca se pueden
separar en el Camino que llamamos vida cristiana.
Como consecuencia lógica podemos decir que no puede
haber resurrección sin la muerte. En
este sentido la muerte se convierte en esa pascua (paso) que nos ha de llevar a
la resurrección. Ya Cristo nos dio la
antesala de lo que nos ha de suceder siempre y cuando vivamos tal como Cristo
vivió. Esa es mi fe y mi esperanza.
“María Madre de nuestro Salvador y Redentor
intercede por nosotros (o sea por toda la humanidad) para que un día mis hermanos(as) y yo
pasemos de la muerte a la resurrección y llegar ante la Presencia Infinita y
Beatifica de Dios Todopoderoso. Amén.”
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