¿Cuántas veces
experimentamos la aprobación o beneplácito cuando anunciamos la Buena Nueva? En realidad nos suele causar mucha alegría y
entusiasmo. En forma similar o en una
perspectiva paralela podríamos preguntarnos ¿Cuántas veces sentimos en lo más
profundo del alma el rechazo o hasta percusión en nuestra misión cristiana de
anunciar el evangelio de Cristo?
Lamentablemente esto es algo que
el mismo Cristo tuvo que vivir como San Lucas nos narra en la primera lectura
(Lucas 4, 21-30). Las mismas suertes
tuvieron muchos de los profetas del Antiguo Testamento que sufrieron la
persecución por parte de las autoridades civiles y religiosas del Pueblo
Escogido.
Sería muy bueno y
propicio visualizar las circunstancias de esta escena del evangelio de este
domingo. "Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de la palabras
de gracia que salían de sus labios" (Lucas 4, 32) indica el hagiógrafo
(autor bíblico) al inicio del texto que hemos escuchado, pero a lo último todos
estaban enfurecidos. Y estaban tan
furiosos, que querían acabar de una vez con Jesús derribándolo por un barranco,
pero esta vez no lo lograron; lo harán posteriormente, cuando le ocasionen la
muerte en el tormento de la Cruz.
La voz y la Palabra
de Cristo no está para meramente complacernos.
La Palabra de Dios a veces se acoge con aprobación y otras veces con
desaprobación. Y por esta razón, quienes
tenemos de alguna forma u otra la misión de predicar la Palabra, tenemos que
revestirnos de paciencia y saber sobrellevar ambas cosas: la aprobación y los
elogios, y la desaprobación, y los ataques, los insultos, la indiferencia, o
las burlas. Muchos santos desde San Pablo
y los apóstoles hasta hombres y mujeres santos de nuestros tiempos (por ejemplo
el Beato Juan Pablo II, el Padre Pió etc.) fueron y siguen siendo clara
evidencia de esta situación.
Cuando los profetas
y por ende Jesús predicaban no buscaban la aprobación de las personas o la
comunidad. Es muy interesante como la primera lectura
(Jeremías 1, 4-5. 17-19) nos narra el
llamado o vocación que Dios le asigna al profeta Jeremías. “Entonces
Yavéh extendió su mano y me tocó la boca, diciéndome: ‘En este momento pongo
mis palabras en tu boca. En este día te
encargo los pueblos y las naciones: Arrancarás y derribarás, perderás y
destruirás, edificarás y plantarás’” (Jeremías 1, 9-10). Para que un cristiano hable, proclame,
predique y viva a Cristo hay que estar asistido por ese poder y don de Dios que
nos brinda su Santo Espíritu. Esto no es algo que podamos realizar por nuestras
propias fuerzas. El Bautismo y la
Confirmación son los sacramentos por los cuales recibimos y se nos da la plenitud de la fuerza del
Espíritu Santo para ser asistidos en nuestra misión de pueblo sacerdotal, real
(reyes) y profético en este mundo.
La misión de Cristo
estribaba en que el mensaje que su Padre le había dispuesto a realizar, llegara
integro. Es por eso que cuando hablamos
lo que realmente predispone la Palabra de Dios hay alguien o algunos que van
querer criticar y hasta muchas veces llegar al extremo. Ya no desean solo criticar sino tumbar el “árbol” que está destinado al anuncio
del Reino de Dios cuando este ya no sirve para sus beneficios personales.
Nuestro compromiso
bautismal no estriba en que hablamos buscando la aprobación de las
personas. Cuando sucede esto el mensaje no ha de llegar íntegro, y por
ende este no llegará por completo. No
podemos quedarnos con un Jesús incompleto o a medias. Jesús no es un maniquí para que lo revistamos
con el color que a nosotros nos parezca.
San Pablo en la
segunda lectura (1 Corintios 12, 31-13, 13) nos recuerda que no importa cuántos
dones y carismas tengamos para realizar nuestra vocación y misión si nos falta el
don y carisma (además de ser una virtud) más importante o sea el amor de nada
nos serviría que tengamos los demás dones y carismas. “El amor
nunca pasará. Las profecías perderán su
razón de ser, callarán las lenguas y ya no servirá el saber más elevado” (1
Corintios 12, 8).
Hay aspectos de la
vida de Jesús que son muy hermosos y muy fascinantes y que fácilmente cuadran
con nuestra manera de ser. Hay otros que
simplemente no nos gustan; pero nosotros no podemos estar escogiendo: "Este es el vestido que me gusta de
Jesús; estas son las actitudes o cualidades que me gustan de Jesús." Pero cuando habla de esas otras cosas que me
incomodan, ahí sí no lo quiero, bajo esas condiciones no puedo seguirle. El cristiano es aquel bautizado que sigue a Jesús. Este seguimiento exige compromiso, empeño y
dedicación. O como dice el logo de
Movimiento de Retiros Parroquiales Juan XXIII; amor, entrega y sacrificio. Y estas palabras valen no sólo para los
predicadores (obispos, sacerdotes, y laicos comprometidos) sino valen también
para los profesores y educadores; los padres de familia; y para los
administradores públicos.
Pidamos al Espíritu Santo, que nos dé dones y palabras
de gracia, y que nos conceda adquirir actitudes coherentes para cumplir cabalmente
con nuestro compromiso cristiano. Sin
la fortaleza interior, ni los padres de familia, ni los profesores, ni los
políticos, ni los abogados, ni el clero (diáconos, sacerdotes y obispos), ni el pueblo de Dios en general cumpliremos
bien nuestra propia tarea y misión. Pero
con la gracia de Dios, cada uno de nosotros dirá palabras y actuará para que la
voluntad de nuestro Padre Celestial se cumpla en cada uno de nosotros.