30 de enero de 2013

¡La Sagrada Escritura en ocasiones propicia beneplácito y a veces rechazo! (Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C)


¿Cuántas veces experimentamos la aprobación o beneplácito cuando anunciamos la Buena Nueva?  En realidad nos suele causar mucha alegría y entusiasmo.  En forma similar o en una perspectiva paralela podríamos preguntarnos ¿Cuántas veces sentimos en lo más profundo del alma el rechazo o hasta percusión en nuestra misión cristiana de anunciar el evangelio de Cristo?  Lamentablemente  esto es algo que el mismo Cristo tuvo que vivir como San Lucas nos narra en la primera lectura (Lucas 4, 21-30).  Las mismas suertes tuvieron muchos de los profetas del Antiguo Testamento que sufrieron la persecución por parte de las autoridades civiles y religiosas del Pueblo Escogido.
Sería muy bueno y propicio visualizar las circunstancias de esta escena del evangelio de este domingo.  "Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de la palabras de gracia que salían de sus labios" (Lucas 4, 32) indica el hagiógrafo (autor bíblico) al inicio del texto que hemos escuchado, pero a lo último todos estaban enfurecidos.  Y estaban tan furiosos, que querían acabar de una vez con Jesús derribándolo por un barranco, pero esta vez no lo lograron; lo harán posteriormente, cuando le ocasionen la muerte en el tormento de la Cruz.
La voz y la Palabra de Cristo no está para meramente complacernos.  La Palabra de Dios a veces se acoge con aprobación y otras veces con desaprobación.  Y por esta razón, quienes tenemos de alguna forma u otra la misión de predicar la Palabra, tenemos que revestirnos de paciencia y saber sobrellevar ambas cosas: la aprobación y los elogios, y la desaprobación, y los ataques, los insultos, la indiferencia, o las burlas.  Muchos santos desde San Pablo y los apóstoles hasta hombres y mujeres santos de nuestros tiempos (por ejemplo el Beato Juan Pablo II, el Padre Pió etc.) fueron y siguen siendo clara evidencia de esta situación.
Cuando los profetas y por ende Jesús predicaban no buscaban la aprobación de las personas o la comunidad.   Es muy interesante como la primera lectura (Jeremías  1, 4-5. 17-19) nos narra el llamado o vocación que Dios le asigna al profeta Jeremías.   “Entonces Yavéh extendió su mano y me tocó la boca, diciéndome: ‘En este momento pongo mis palabras en tu boca.  En este día te encargo los pueblos y las naciones: Arrancarás y derribarás, perderás y destruirás, edificarás y plantarás’” (Jeremías 1, 9-10).   Para que un cristiano hable, proclame, predique y viva a Cristo hay que estar asistido por ese poder y don de Dios que nos brinda su Santo Espíritu. Esto no es algo que podamos realizar por nuestras propias fuerzas.  El Bautismo y la Confirmación son los sacramentos por los cuales recibimos y  se nos da la plenitud de la fuerza del Espíritu Santo para ser asistidos en nuestra misión de pueblo sacerdotal, real (reyes) y profético en este mundo.
La misión de Cristo estribaba en que el mensaje que su Padre le había dispuesto a realizar, llegara integro.  Es por eso que cuando hablamos lo que realmente predispone la Palabra de Dios hay alguien o algunos que van querer criticar y hasta muchas veces llegar al extremo.  Ya no desean solo criticar sino tumbar el “árbol” que está destinado al anuncio del Reino de Dios cuando este ya no sirve para sus beneficios personales.
Nuestro compromiso bautismal no estriba en que hablamos buscando la aprobación de las personas.  Cuando sucede esto  el mensaje no ha de llegar íntegro, y por ende este no llegará por completo.  No podemos quedarnos con un Jesús incompleto o a medias.  Jesús no es un maniquí para que lo revistamos con el color que a nosotros nos parezca.
San Pablo en la segunda lectura (1 Corintios 12, 31-13, 13) nos recuerda que no importa cuántos dones y carismas tengamos para realizar nuestra vocación y misión si nos falta el don y carisma (además de ser una virtud) más importante o sea el amor de nada nos serviría que tengamos los demás dones y carismas.  “El amor nunca pasará.  Las profecías perderán su razón de ser, callarán las lenguas y ya no servirá el saber más elevado” (1 Corintios 12, 8).
Hay aspectos de la vida de Jesús que son muy hermosos y muy fascinantes y que fácilmente cuadran con nuestra manera de ser.  Hay otros que simplemente no nos gustan; pero nosotros no podemos estar escogiendo: "Este es el vestido que me gusta de Jesús; estas son las actitudes o cualidades que me gustan de Jesús."  Pero cuando habla de esas otras cosas que me incomodan, ahí sí no lo quiero, bajo esas condiciones no puedo seguirle.   El cristiano es aquel bautizado que sigue a Jesús.  Este seguimiento exige compromiso, empeño y dedicación.  O como dice el logo de Movimiento de Retiros Parroquiales Juan XXIII; amor, entrega y sacrificio.  Y estas palabras valen no sólo para los predicadores (obispos, sacerdotes, y laicos comprometidos) sino valen también para los profesores y educadores; los padres de familia; y para los administradores públicos.
Pidamos al Espíritu Santo, que nos dé dones y palabras de gracia, y que nos conceda adquirir actitudes coherentes para cumplir cabalmente con nuestro compromiso cristiano.   Sin la fortaleza interior, ni los padres de familia, ni los profesores, ni los políticos, ni los abogados, ni el clero (diáconos, sacerdotes y obispos),  ni el pueblo de Dios en general cumpliremos bien nuestra propia tarea y misión.  Pero con la gracia de Dios, cada uno de nosotros dirá palabras y actuará para que la voluntad de nuestro Padre Celestial se cumpla en cada uno de nosotros. 

23 de enero de 2013

“Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír” (Tercer Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C)



Todos los domingos la Iglesia nos ofrece su Palabra de Dios para celebrar, a predicar y a vivir a Jesucristo como fuente y culmen de la Divina Revelación que el mismo Dios le ofrece al género humano.  El contenido de la liturgia de este día es profundo y posee diversos grados en la cual se puede enfocar.
Hoy las lecturas (Tercer Domingo Tiempo Ordinario [Ciclo C]) nos presentan el caso de dos homilías como género literarios bíblicos.  Tanto la primera lectura (Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10) como texto evangélico (Lucas 1, 1-4; 4, 14-21) nos presentan proclamaciones solemnes de la ley de Moisés y la ley de Cristo respectivamente.  La primera homilía de Esdras y los Levitas en medio del pueblo de Israel al retornar del destierro, leyendo la palabra y explicándola.  La segunda es la homilía más sublime que se ha pronunciado cuando Cristo, cerrando el libro, dice: "Estas cosas se han cumplido hoy."  
Hablar de la homilía implica que la Palabra de Dios no es lectura de tiempos pasados sino Palabra Viva, que, por medio de la acción del Espíritu Santo podemos decir que “hoy se está cumpliendo aquí.”  De allí el esfuerzo de aplicar el mensaje eterno de Dios a las circunstancias concretas de nuestra realizad actual. 
Esta es una perfecta oportunidad para hacer hoy un comentario sobre lo que es la homilía.  Ya que, gracias a Dios, a través de esa palabra estamos haciendo una catequesis y reflexión y estamos tratando de analizar lo que debe ser la homilía.  Esta debe ser la explicación sencilla de la Palabra Eterna y su aplicación concreta de esa Palabra que es luz, es fuerza, ilumina, consuela, orienta nuestra vida personal y comunitaria.
En la Eucaristía es donde Cristo nos dejó el memorial de su muerte y su resurrección.  La lectura de cualquier parte de la Biblia se centra en ese misterio.  De allí, que el predicador (Obispo, Presbítero [AKA Sacerdote] o Diácono) tiene siempre que estar consiente que en su homilía actualiza a Cristo.  Es por eso que la homilía al mismo tiempo que ilumina las situaciones diarias de la vida debe clarificar y orientar a la luz del Evangelio los caminos del pueblo.  De esta forma, como en la homilía de Esdras para que reafirmemos en unísona voz comunitaria y digamos: “¡amén, amén, alabemos y demos gloria al Señor!” y nos adhiramos con mayor fe y devoción a el Santo Sacrificio de la Santa Misa.
San Pablo (segunda lectura: 1Corintios 12, 12-30) con una larga comparación con el cuerpo nos ayuda a entender cómo debemos complementarnos y respetarnos unos a otros en la Iglesia.  No hay verdadera comunidad hasta que cada uno no participe activamente en la vida de esa comunidad, poniendo sus talentos al servicio de todos.
Hasta el menos dotado puede tener riquezas que se manifestarán en el momento preciso.  Incluso sus miserias pueden convertirse en riqueza para la comunidad cuando es acogida por esta.  Este texto concluye con un verso que omite el leccionario pero que es de vital importancia: “Ustedes, con todo, aspiren a los carismas más elevados, y yo quisiera mostrarles un camino que los supera a todos” (1Cor. 12, 31). Pablo le indica a los Corintios quienes estaban ilusionados e alucinados por todo lo que era extraordinario, que nada es igual al amor verdadero.
La Palabra de Dios y por ende la homilía no es única y exclusivamente para ser escuchada.  Esta nos debe llevar a un compromiso, y un compromiso donde la triple misión de Cristo (que adquirimos en nuestro bautismo) de ser sacerdotes (que junto al sacrificio de Cristo Inmolado ofrecemos nuestra vida), reyes (el cual realizamos con un servicio abnegado y amoroso) y profetas (cuyo propósito es anunciar el amor, la justicia y denunciar lo que es injusto, el pecado y sus consecuencias) resuenen en nuestros corazones y sea algo palpable y latente de nuestra vida diaria.
Es por eso que las palabras “misa” y “misión” tienen la misma etimología (o sea la significación en cuanto el origen de las palabras) y es el de “ser enviados.”  Muy bien nos dice el Padre José Duvan González  que “la misa comienza al finalizar la Celebración Eucarística.”  Y es que nuestra misa y misión estriba en poder decir con nuestro testimonio como Cristo  “hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír.”  Porque hemos anunciado la Buena Nueva a los pobres, hemos pregonado a los esclavizados (física y espiritualmente) que hay esperanza para su libertad, y a los ciegos (en especial los del alma y del espíritu) que hay una Luz que rompe toda ceguera.
Inspirado en San Pablo puedo decir porque Cristo me ama; “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipense 4, 13).

16 de enero de 2013

Las Bodas de Caná (Segundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C)


Estas últimas tres semanas son las que la Iglesia llama la temporada de las Epifanías.  Hay que distinguir que con las primera dos de estas (los Magos de Oriente y el Bautismo del Señor) cerramos el tiempo litúrgico de la Navidad y con la última (Las Bodas de Caná) iniciamos el Tiempo Ordinario.    La palabra “epifanía” significa manifestación.   Estas tres manifestaciones del Señor al mundo pagano, a su pueblo de Israel y a sus discípulos representa un misterio que llamamos la Revelación Divina.   Aquí hay que definir y clarificar dos cosas: primero que es un misterio y segundo que la Iglesia entiende y enseña por la Revelación Divina.
Cuando hablamos de un misterio solemos pensar en aquello que está oculto y es impenetrable.   Por el contrario el misterio es aquello que Dios nos va manifestando (muchas veces “gota a gota”) pero que por nuestra estreches humana no podemos entender del todo.  La palabra usada por los hermanos cristianos del Medio Oriente (ortodoxos y católicos de Ritos Orientales) para lo que los católicos en Occidente conocemos como sacramentos es “Sacro Mysterion” (los sagrados misterios).  Porque los sacramentos podríamos decir que son esas manifestaciones (epifanías) que el mismo Jesucristo le da a la Iglesia y al mundo para darnos su redención y salvación.
La Revelación Divina es esa manifestación y expresión amorosa que el mismo Dios le hace al género humano sobre El mismo.  Nuestros hermanos separados del Seno de la Iglesia no dicen que la Revelación de Dios consiste en la “Sola Escritura.” La Iglesia Católica enseña y resumen que "la Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios" (DV 10), en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas (Catecismo de la Iglesia Católica # 97).   Para poder entender esto hay que conocer cuáles son los cincos pasos fundamentales por los cuales se formó la Biblia.  Estos son los Eventos, la Tradición Oral, Tradición Escrita, la Edición y la Canonicidad de los libros bíblicos (la palabra “canon” significa ley o norma).
Dios se reveló por medio de los eventos.  Para el Antiguo Testamento estos transcurren en unos 2000 años y para el Nuevo Testamento estos eventos se dan en unos 100 años.   Estos eventos se comenzaron a transmitir de generación en generación y así nace la tradición oral.  Esta tradición oral comenzó a escribirse para el beneficio de las comunidades de la época.   Estas tradiciones orales y escritas se comenzaron a editar.  El orden actual de la Biblia es producto de esta etapa de la edición.   Ambas comunidades judía y cristiana del primer siglo de nuestra era cristiana comenzaron a reflexionar cuales de los libros fueron inspirado por el Espíritu Santo y se formó así lo que conoce como el “Canon Bíblico.”  Había otros libros y escritos que formaban parte de las tradiciones orales y escritas y que no formaron parte de estos cánones bíblicos.   Algunos de estos se les conocen como escritos apócrifos (del griego apokryphos” que significa “oculto”) tanto para el Antiguo como el Nuevo Testamento.
La lectura del evangelio de hoy (Juan 2, 1-11) es la tercera epifanía del inicio del ministerio de Cristo.  Los Magos de Oriente, el Bautismo en el Jordán y las Bodas de Caná de Galilea forman las tres epifanías de Cristo, tres manifestaciones y revelaciones  que sellan el origen del ministerio de Nuestro Señor.   La palabra hebrea para santidad (y dedicación) es “Kiddushin” significa literalmente “sacar aparte” esta se usa también para expresar lo que son los esponsales o compromiso matrimoniales (primera de las dos etapas del proceso de la boda judía).  Los cristianos desde nuestro bautismo somos sacados aparte de este mundo para vivir tal como Cristo.  La santidad a la que todos estamos llamados a vivir activamente al igual que el matrimonio requiere de esa unión amorosa con Dios.  Donde ya se deja de ser dos y se es uno con Dios y los hermanos.  Aquí se nos muestra otro contorno de nuestra unión con Dios.   Somos hijos e hijas de Dios formando así una familia que llamamos Iglesia.  La Iglesia llama a la familia humana la “iglesia doméstica” por la cual estamos llamados a vivir tal como la Familia Trinitaria, que es Padre, Hijo, y Espíritu Santo que nos da de su Amor como fuerza principal donde las relaciones humanas se santifican.
¡Nos hemos fijado qué la Biblia comienza y termina con una boda – Adán y Eva en el jardín del Edén y la Cena de las Bodas del Cordero (leer Génesis 2, 23-24 y Apocalipsis 19, 9; 21, 9; 22, 17) —!  En la Biblia, el matrimonio es imagen de la voluntad de Dios de la alianza de relación amorosa con su pueblo escogido.   Ese Dios que es Todo Amor  es el novio, la humanidad es su amada y anhelada esposa.   Esto lo vemos reflejado muy bien en la primera lectura de hoy (Isaías 62, 1-5).  Por eso en el evangelio de hoy, nos dice San Juan que Jesús realizó su primer "signo" público en un banquete de bodas.  Cuando Israel quebranta el pacto, este es comparado con un cónyuge infiel (leer Jeremías 2, 20-36).  Pero Dios promete tomarla de vuelta, para "abrazarla" y unirla a Él para siempre en un pacto eterno (leer Oseas 2, 18-22).
El vino nuevo que Jesús derrama en la fiesta de hoy es el don del Espíritu Santo que por medio de los Sacramentos, la Oración y la vivencia de la santidad en las virtudes cristianas la sigue dando a Su Novia (la Iglesia) como dice la epístola de hoy (1 Corintios 12, 4-11).  Esta es la "salvación", que se anunció a las "familias de los pueblos" como se nos proclama en el Salmo de hoy (Salmo 95, 1-3, 7-10).
El Autor Bíblico nos dice con inspirado acento: "Había allí seis tinajas de piedra destinada a los ritos de purificación de los judíos" (Juan 2, 6).  El agua se transformó en vino, ¿en qué radica el milagro?  Los calificativos son los que nos dan el significado a este prodigio.  El agua de purificación se convirtió en el vino de bodas.  ¿En qué consiste la purificación?  Consiste en limpiarnos y transformarnos no solo en lo exterior  sino esencialmente en nuestro interior.   La purificación es alejar los males, crear un espacio limpio, ser  y estar libre del mal.
En nuestras parroquias se celebran muchas bodas casi todas las semanas.  Cuando se casan, y se abrazan, y se estrechan, y se besan, ¿cada uno qué siente?  Que tiene un bien, que tiene lo mejor para su vida, por eso existen esas palabras cariñosas que ya casi no se utilizan, como suelen ser: mi bien, mi corazón, mi terruñito,  mi bomboncito, mi vida, mi amor, etc.   
¿Cómo hacemos para pasar de nuestros deseos de purificación a la alegría de las bodas?  Cristo lo hace.  Es el quien toma nuestro corazón humano, deseoso de liberarse del mal, y le concede realizar la purificación, abrazando el bien.  Cristo llega a nosotros como el novio, como el esposo, y nos abraza.   Todo el mensaje de Cristo posee una nota amorosa, que solo puede formularse, a veces, con el lenguaje de pareja.  Cristo nos muestra que Él es el que da el paso (pascua) entre el anhelo de purificación y la alegría de las bodas; entre nuestro deseo de alejare del mal y nuestra hambre de acercarse y abrazarse al bien.  Cristo lo hace y, sobre todo, lo realiza con lujo y hermosura de detalles en la Eucaristía, donde de forma oblativa se da a nosotros, se hace comida nuestra y nos posee como solamente Él puede hacerlo.    
María, Maestra de discípulos, da la solución: ella acude a Jesús a preguntarle y a pedirle (oración e intercesión) y confiadamente (en esperanza) nos dice: “Hagan lo que Él les diga” (Juan 2,5), y la gloria de Dios se manifiesta; simplemente haz la prueba, sencillamente inténtalo.

11 de enero de 2013

El Bautismo de Jesús (algunas notas)


La actividad pública del Señor comenzó con su Bautismo en el Rió Jordán en manos de Juan el Bautista.    
Mateo nos da una indicación formulista de este evento – “en aquellos días” – Lucas muy deliberadamente lo pone en el contexto de la historia secular de la época.  Esta nos permite visualizar y asignarle a este acontecimiento una fecha particular en la historia.
Si leemos las genealogías de Jesús tanto en Mateo y Lucas vamos a encontrar unas diferencias significativas.  Mateo nos muestra un árbol genealógico comenzando desde Abraham mientras que Lucas nos presenta una que se inicia con Adán.   Las diferencias no estriban solo con quienes comienzan sino las razones fundamentales para presentar ambas líneas genealógicas.
Mateo nos brinda una genealogía desde una perspectiva nacionalista mientras que Lucas nos va a mostrar la suya desde un ámbito universal.  De esta forma, nos proyecta la misión universal de Jesús con una salvación para todos los seres humanos, o sea para todos los hijos de Adán.
Cuando Lucas nos narra el anuncio a Zacarías y el nacimiento de Juan el Bautista nos dice que esto sucedió “en los días de Herodes (el Grande), rey de Judea” para así enmarcar un cuadro nacionalista con la persona del Juan el Bautista.  En cuanto a Jesús y su infancia nos dice Lucas: “en aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.  Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria” (Lucas 2, 1-2).   Por ende, nos pone la persona de Jesús (y la Iglesia) en contracte con el Imperio Romano. 
Nos podríamos preguntar: ¿Por qué este contraste?  La respuesta a esto la podríamos visualizar por medio de la historia de la Iglesia en los primeros tres siglos de la misma.  La constante lucha por supervivencia, las persecuciones y hasta las luchas internas como fueron las herejías.  Por encima de esto antes mencionado, podríamos según la forma de San Lucas proyectar los acontecimientos de Jesús situar a éste desde un marco cronológico de la historia humana.  Sería muy contradictorio querer acomodar a Jesús dentro de una mitología (como los mitos griegos) para determinar que Jesús pudo lo mismo existir qué no existir.
Pero como dice el Papa Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret” el punto no es solo la cronología.  “El emperador y Jesús representan dos distintos órdenes de realidades” (“Jesús de Nazaret” pág. 10).  El mismo Jesús dirá “dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Marcos 12, 17).  Hay que cuando un líder secular (Cesar) puede quizás imponer su autoridad sobre las personas pero no puede  exigir la obediencia de la conciencia, la cual solo se le debe a Dios.  Esto no implicaba (para Jesús) que el Cesar fuera el enemigo de Dios (así lo creían los fariseos).  Por el contrario no da pistas de una esperanzada compatibilidad entre el poder político (sea cual sea) y los seguidores de Cristo.
Volvamos a Juan el Bautista.  La misión de este no era nada nuevo ya fue mencionada y anticipada por los profetas (en especial Isaías).  Lo que si fue nuevo fue cómo realizó esta vocación de ser el precursor del Mesías.  Los rituales de purificación con el agua por medio de la ablución o lavatorio ya eran muy comunes para el pueblo Judío desde el tiempo de Moisés.   Lo que si distinguía al bautismo o ablución de Juan era que pedía una confesión de los pecados.
La predicación de Juan el Bautista (al igual que la de Jesús posterior a este) nos proponía (y nos sigue proponiendo) el arrepentimiento como requisito fundamental para ser parte del Reino de Dios.  Por lo tanto, se requiere un cambio de actitud o de carácter desde lo más profundo de nuestro ser.  Esto es que implica la metanoia (del griego) tanto para los primeros cristianos como para aquellos que optamos por seguirlo en la actualidad.   Es por eso que este ritual de ablución realizado por Juan el Bautista la Iglesia lo llama “Bautismo de Conversión”.
Pero como ya mencionado antes, Jesús no tenía necesidad de este bautismo.  Recordemos que Él es se Siervo de Dios que por obediencia al Padre Dios se sometió a la voluntad de Este, para darnos una Redención y Salvación universal.   El discurso del Buen Pastor en el Evangelio de San Juan nos da pista de esta eterna relación entre el Padre y el Hijo.  “Las obras que hago en el nombre de mi Padre manifiestan quién soy yo” (Juan 10, 25).  “Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” (Juan 10, 11).  “Yo soy el Buen Pastor y conozco a los míos como los míos me conocen a mí, lo mismo que el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Y yo doy mi vida por las ovejas” (Juan 10, 14-15).  Es por eso (y por mucho mas) que el Bautismo de Jesús es signo y símbolo de nuestra redención que Él nos ha brindado.  Solo depende de nosotros si asumimos y aceptamos esa redención de Cristo.
El Evangelio de San Mateo expone este tema de la relación de obediencia incondicional de Jesús al Padre.  Esto hace de su vida (pasión, muerte y resurrección) una justicia entera (“conviene que así cumplamos todo lo que es justo”) de la cual se refiere Jesús con el dialogo con Juan el Bautista (ver Mateo 3, 15) nos deja ver bien claro la íntima relación entre el Hijo de Dios y el Plan del Padre.  Esto nos muestra que el bautismo es el ápice de la justicia de Dios.  Este fue el motivo principal por el cual Jesús se subordinó obedientemente al bautismo.  Por esta razón los cielos se abren para que la voz del Padre revele que Jesús es el Hijo muy amado (o sea bienaventurado por excelencia) y privilegiado.
Nuestro sacramento del Bautismo como San Pablo nos dice en la Carta a los Romanos en el capítulo 6 es muerte y resurrección en el mismo Cristo.  Por un lado, la inmersión al agua simboliza la muerte.  Esto nos recuerda la extinción simbólica del poder aniquilador y destructivo que puede tener las aguas de un océano.  En la antigüedad se creía que el océano era un riesgo permanente para el cosmos y el mundo.   Porque este representaba las mismas aguas del diluvio universal. 
Nuestro Bautismo requiere morir al pecado (y todas sus consecuencias) y renacer a gracia (a don de Dios) o sea a la vida de Dios en nuestra alma.  Es por medio del  Bautismo por el cual nacemos a la vida de la santidad y mucho antes de que podamos comprender y tener conciencia de esto.   Es por eso que le compete a los padres y padrinos ser los educadores en fe de los hijos y/o ahijados en especial manera con nuestro diario testimonio de vida cristiana.   La santidad es vivir por medio de las virtudes para lograr ser la “mejor-versión-de-nosotros-mismos.”  La santidad no es cuestión de inercia sino por el contrario requiere una actividad diaria de la caridad o sea el amor hecho acción.   Por eso cuando obramos con amor obramos como Dios porque Dios es amor.

9 de enero de 2013

El Bautismo del Señor


La Vida Pública de Jesús comienza después de su Bautismo.  Para poder comprender bien la vocación y misión (vida, pasión, muerte y resurrección) que el Padre Dios le había encomendado a Jesús aquí en la tierra hay que entender que es y porque del Bautismo de Jesús.  Nos dice San Lucas que cuando Jesús comenzó su ministerio tenía unos treinta años.  Esta era la edad requerida para los varones en Israel poder comenzar su actividad pública.
¿Qué significado tenía el bautismo de Juan? Nos dice que San Lucas que Juan el Bautista comenzó a “recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.”  Como nos dice este mismo texto el Juan predicaba un “bautismo de conversión.”  Esta palabra conversión o arrepentimiento que en griego se dice “metanoia” implica un cambio de actitud o conducta pero no solo físicamente o en apariencia sino desde lo más profundo de nuestro interior.  Por eso nos dice San Pablo que esta metanoia debe ser una transformación donde nos despojemos del hombre (y de la mujer) viejo(a) hasta llegar a ser el hombre (o la mujer) nuevo(a) (cf. Efesios 4, 22-24).   Donde estamos llamados a despojarnos de ese ser humano viejo a semejanza de Adán para revestirnos de ese ser humano nuevo y renovado en el amor al igual que Cristo Jesús.
Ahora bien, por el conocimiento que tenemos de Jesús, podríamos decir que Jesús no tenía necesidad de este “bautismo de conversión” y estamos en lo cierto.  Pero no podemos pasar por alto que Jesús se sometió a este bautismo (como prácticamente todo en su vida) por obediencia al Padre.  El Evangelio de San Mateo nos narra esto en detalles.  “Entonces Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él.  Juan se resistía, diciéndole: ‘Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!’  Pero Jesús le respondió: ‘Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo.’ Y Juan se lo permitió” (Mateo 3, 13-15).  Podemos ver como al final del evangelio que nos propone la liturgia de hoy vino el Espíritu Santo en forma de paloma y “se oyó entonces una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección’” (Lucas 3, 22) como consecuencia sumisión del “Hijo Amado” (como nos dicen textos relativos a este).
Hay tres elementos que podemos apreciar del Bautismo del Señor.  Estos son Jesús como Siervo de Dios, su salvación universal y la obediencia incondicional de Jesús como hemos dicho ya antes.
El primero de estos, nos lo narra el Profeta Isaías (Is. 42, 1-7) y es la actitud del Siervo de Dios.  Este asistido por el mismo Espíritu de Dios para llevar a cabo su misión o sea su vida, pasión, muerte y resurrección como ya hemos mencionado antes.  Lo especial de la actitud de Jesús (como verdadero Dios y hombre) es que vino a instaurar la justicia y su luz en medio de la debilidad del ser humano.  Por lo tanto, es tarea de todo bautizado (todo cristiano) testimoniar que Dios actúa en nuestras vidas.  Signo sensible y palpable de esto debe ser la manera de convivir e interactuar en la comunidad.  La comunidad cristiana (y cada cristiano) debe promover la solidaridad y la justicia para con todos pero en especial los menos afortunados y más débiles.  En particular forma con y por estos últimos, Dios actúa y salva y se hace presente la liberación requerida por el mismo Dios.
El segundo de estos elementos nos lo narra los Hechos de los Apóstoles (Hch. 10, 34-38).  Este texto nos afirma que el mensaje de salvación vivido y anunciado por Jesucristo es para todos sin excepción.  La exigencia por excelencia para ser parte de la Obra de Dios es esta metanoia o cambio radical en nuestras vidas.  De esta forma respetar (amar y adorar) a Dios y practicar la justicia o vivir en santidad.   Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos dicen que el hombre justo (como los profetas, y San José) es aquel que vivía en santidad.  Para esto hay que abrirse a Dios y abandonar toda clase de egoísmo para poder ir en completa libertad al otro, pues por medio del otro (el prójimo) es donde Dios se manifiesta.  Al igual que Jesús, todos los cristianos estamos llamado a pasar por esta vida “haciendo el bien” (viviendo las virtudes).  Esto es trabajar por nuestra salvación y por ende trabajar (orando e intercediendo) por la salvación de los demás.
San Mateo en su evangelio desarrolla este tercer elemento que es la obediencia incondicional de Jesús al Padre.  La justicia plena (“conviene que así cumplamos todo lo que es justo”) de la cual se refiere Jesús con el dialogo con Juan el Bautista (ver Mateo 3, 15) nos deja ver bien claro la íntima relación entre el Hijo de Dios y el Plan del Padre.  Esto nos indica que el bautismo es la plenitud de la justicia de Dios.  Este fue la razón fundamental por la cual Jesús se sometió obedientemente al bautismo.  Toda su vida tenía como fin hacer y cumplir la voluntad del Padre. Es por esto que los cielos se abren para que la voz del Padre proclame que Jesús es su Hijo amado y predilecto.
De esta forma, al ser Jesús el obediente y Siervo de Dios, nos puede brindar una salvación para todos.  Por consiguiente, el Bautismo de Jesús ya no es “bautismo de conversión” (para El) sino que es signo e indicador principal de nuestra Redención.

Consultas y Respuestas: Testimonios de Fe…

Las Bienaventuranzas como faro del examen de conciencia (Conclusión)

En estos tiempos en los medios de publicidad y de  “marketing”  (mercadeo) se nos presenta la felicidad temporera y efímera como si fuera  “...